Hubo un tiempo en que la magia del teatro no era cuestión de efectos especiales, sino que dependía de la pericia de unas manos artesanas. Un tiempo en que el márketing y los recortes no tenían cabida en unos baúles cargados de telones y trajes de época. El detallado montaje ha dejado paso a escenarios prefabricados. José Escribano, maquinista del teatro Bretón durante cuatro décadas, es testigo de la evolución del teatro.
 
Entonces los decorados viajaban en baúles para ser montados pieza a pieza a base de puntas y tachuelas, “ahora todo es poner dos tornillos y ya está. Antes éramos imprescindibles, si una compañía no tenía maquinista, no actuaba”. Camiones enteros transportaban sólo la ropa de los actores mientras en el escenario se recreaban mundos imaginarios a base de papel. El tiempo era más que justo. “Algunas obras habían estado el día antes en Albacete y venían a las cinco de la tarde y a las ocho ya se levantaba el telón”.
 
En algunos casos, la obra constaba de sesenta telones, como era el caso de una revista. En otros, hasta se precisaba montacargas, pues “no había escalera que aguantara”. Un montaje y desmontaje que corría por cuenta de la compañía, recordando cómo una vez una se negaba a pagar 150 pesetas y apunto estuvo de suspenderse la representación. Incluso había ocasiones en que el decorado que se traía no entraba en las dimensiones del escenario del teatro Bretón, como ocurrió con la obra ‘El diluvio que viene’. “Le decíamos que no era posible, pero el empresario se empeñó en que sí. Tuvimos que comer las esquinas y subir el piso del escenario, con un desnivel del siete por ciento, para dejarlo plano. Había que actuar, si no tenían que indemnizar con diez millones de pesetas”.
 
Las pupilas de José vivieron el esplendor escénico de un arte en el que zarzuelas y revistas competían con los grandes montajes por trasladar al público hasta un mundo idílico. Y todo surgía de sus manos, cual prestidigitador de las tablas. “Las compañías se jugaban el dinero y todo tenía que estar al detalle, había hasta orquestas, pero ahora ya no se preocupan porque tienen sus cachés y cobran de los ayuntamientos, con música enlatada”. Y es que una misma compañía podía representar hasta una decena de obras diferentes durante un mes, cada día una diferente.
 
Pero al igual que el telón se bajó para el oficio de maquinista, también lo hizo para el teatro Bretón, reducido a escombros y pasto del olvido en un abandonado solar. “No se llevó bien la gestión cuando lo convirtieron en cine y es una pena que haya terminado derruido”, asegura. Aunque José Escribano siempre guardará en su memoria, y deja para generaciones venideras, la verdadera historia del teatro, el que se construía entre bambalinas. Porque el telón de la pasión siempre está listo para una nueva función.

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