Plantearme el reto de explicar mi vivencia con la hepatitis C me hace sentir afortunado. Considero que mi caso puede aportar la experiencia de una persona que ha sido durante muchos años portadora del VHC y, durante solo unos pocos, un enfermo en fase 2.

En la primavera de 1993 recibí una carta del Banco de Sangre del Hospital Clínico en el cual yo era donante. Tenía entonces treinta años. Era una carta certificada con acuse de recibo. En aquel tiempo vivía solo, estaba inmerso en una crisis personal generalizada y aquel hecho causó un fuerte impacto en mi estado emocional. Tardé dos horas en abrirla, pensando qué podía ser, aparte de una mala noticia; sobre todo pensaba en el VIH. Cuando me sentí preparado, la abrí y descubrí su contenido: había dado positivo en anticuerpos de la hepatitis C. Primera reacción, alivio total, era una noticia espléndida: no era sida. Qué ignorancia.

Además, y a pesar de ello, no dudé en buscar la causa de mi infección y en dar una interpretación focalizada en las personas en las cuales estaba descargando todas mis frustraciones e ira. Qué error.

Por suerte, aquel estado duró poco ya que yo mismo daba poca importancia al hecho y para mí solo era una cosa más de una larga lista de problemas y agravios que debía resolver. En poco tiempo empecé a focalizarlo todo en mí mismo y en cómo actuaba habitualmente, tratando de buscar el equilibrio que había perdido. En la misma carta me facilitaron un número de teléfono al que llamé. Me dijeron que no podría donar sangre nunca más y que no había problema en que el seguimiento me lo hiciesen en la mutua profesional a la que acudía habitualmente. Mi médico me informó que no era grave, que podía desaparecer en cualquier momento, y que lo único que debía hacer era un control anual por si la enfermedad empezaba a evolucionar, en cuyo caso ya tomaríamos las medidas pertinentes.

Como podéis imaginar, yo estaba muy aliviado y tranquilo, más después de decirme que podía hacer vida absolutamente normal. Pero en mi interior oía una vocecita que me alertaba de que algo no iba bien, que la hepatitis C tenía que ser una cosa seria, pensamientos alentados por algunas personas de mi entorno que conocían la noticia y me recomendaban: ten cuidado, vigila tu salud que lo peor es no saber cómo va a acabar una cosa como ésta. Yo pensaba: bueno, acabe como acabe está controlado y esto era una garantía para que todo tuviese un final feliz. Seguía siendo un ignorante.

Fueron pasando los años. Realicé controles anuales con más o menos regularidad, sobre todo me acordaba del VHC en aquellos momentos en que pasé por estados de salud precarios, debido principalmente al estrés.

A medida que pasaba el tiempo iba adoptando hábitos de salud positivos, entre ellos la dedicación al deporte y el cuidado de la alimentación. Además, los análisis daban resultados negativos en cuanto a la activación de la enfermedad. No había por qué alarmarse.

Fue con el cambio de siglo que la cosa empezó a cambiar. Cada vez me llegaban más informaciones sobre el VHC, principalmente de la prensa y de algunas personas conocidas a las que sí se les había activado el virus y estaban participando en ensayos clínicos de los famosos tratamientos con interferón. Yo seguía refugiándome en los consejos de mi médico: éstos son pocos casos y ahora se curan hasta el 70%, por lo que no hay que preocuparse. A medida que iba pasando el tiempo mi nivel de prevención respecto al cuidado de mi hígado iba en aumento, principalmente en cuanto a la ingesta de alcohol.

Mi enfermedad se activó justo cuando comenzaban los ensayos clínicos que probaban la nueva generación de medicamentos. Fue un verano que, debido a mi estado de debilidad, me hice una analítica completa y aparecieron alterados algunos indicadores que marcaban el inicio del deterioro de mi hígado: estaba en fase 2. El médico de cabecera me derivó al especialista, quien a su vez, me aconsejó que acudiese a la sanidad pública, que contaba con un equipo médico extraordinario y además intentar seguir por la mutua supondría un montón de conflictos y papeleos. Mis primeras reacciones fueron cambiar mis hábitos de vida, aumentando las horas de sueño y reduciendo la actividad física, ya que tenía que seguir trabajando.

Por cierto, en una de estas ocasiones experimenté por primera vez lo que era sentir el rechazo de otras personas por el miedo a la transmisión del VHC: fue en una analítica que me realicé en la mutua. La enfermera que me extraía normalmente la sangre en este caso no lo hizo; estaba allí sin aparente ocupación y tuve que esperar una hora a que llegase otra enfermera que empezaba turno para extraerme la sangre. Desde que en mi expediente apareció la activación de la enfermedad, dicha enfermera no volvió a tratarme y su actitud ante mí era de evitación total.

Este hecho se fue repitiendo de forma aislada en diferentes ocasiones (al ser atendido en un accidente de tráfico, al ir al dentista, que tuve que cambiar?).

Cuando acudí al equipo de hepatología que me correspondía la primera impresión fue deprimente: consultas en barracones prefabricados, muchos pacientes en la sala de espera con muy mal aspecto; la sala estaba totalmente llena y algunas veces sobresaturada, tensión en el ambiente, discusiones por los turnos?Poco después te ibas acostumbrando, sobre todo gracias a la calidad del trato humano recibido por parte de los profesionales de la consulta (a todos ellos gracias por el esfuerzo que realizan).

La primera información que recibí fue que la enfermedad estaba en una fase 2 muy inicial y que de momento no era muy grave. Había la posibilidad de aplicar la terapia con Interferón y Ribavirina pero no me lo aconsejaban debido al bajo nivel de fibrosis hepática. Yo estaba dispuesto a aceptar la terapia con tal de quitarme el virus de encima, pero entre los consejos de mi médico y de mis familiares, y bajo la casi total certeza de que no iba a derivar en cirrosis en el año siguiente, decidí aplazar la aplicación de la terapia durante un año para ver cómo evolucionaban los nuevos fármacos.

Y aquí llegó la segunda gran lección aprendida en este tiempo: desde el primer momento asumí que la usura del sistema basado en un liberalismo económico radical podía provocar la muerte de pacientes que se hubiesen podido salvar con un planteamiento de la economía y de la política más humanista.  Pero, ¿qué podía reclamar yo si esto pasaba desde hacía décadas en otras partes del mundo, donde la gente moría por la falta de medicamentos ya existentes en el mundo de los países desarrollados y yo ni me había movido por exigir un trato justo para las personas que lo necesitaban? ¿Tenía legitimidad para quejarme cuando yo mismo había callado haciéndome cómplice del sistema?

Por otro lado, ¿qué estaba pasando con las personas con niveles de deterioro avanzado, que necesitaban urgentemente las medicaciones? Hasta el momento, las recomendaciones de los facultativos se basaban en esperar a que los precios de los medicamentos bajasen y en la posibilidad de incorporarse a un ensayo clínico. Por un lado te decían ?espera a que los medicamentos sean mejores y más asequibles? y por el otro te enterabas, también por parte del médico, que a mayor deterioro del hígado, menos eficaces son los tratamientos.  Tanto desconcierto no hacía más que aumentar la desconfianza y la ansiedad por acceder a estas terapias.

Finalmente conseguí el tratamiento mediante petición expresa por escrito a mi médico, alegando la aprobación del Plan estatal que asignaba la medicación a los enfermos en fase 2.

En este punto experimenté nuevas sensaciones que me parecieron extrañas: en los ratos de espera en las consultas, los otros pacientes me preguntaban por el buen aspecto que tenía y por mi situación como enfermo. Incluso al ir a recoger la primera tanda de medicamentos, la persona encargada de la farmacia del hospital llegó a cuestionarme el hecho de que yo accediese a dicha medicación dados los buenos datos que presentaban mis análisis. Indudablemente esta persona no tenía ningún derecho a recriminarme nada y así se lo indiqué cuestionándole su actitud. El incidente no pasó a más que una discusión que acabó de manera muy positiva.

Al acabar el tratamiento mi carga viral era indetectable. Solo tuve dificultades para dormir y pequeños problemas cutáneos y dentales que pude minimizar.

 

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