El  devenir de una ciudad queda marcado para la eternidad por aquellos acontecimientos de magno renombre, escritos con letras doradas sobre pulcras hojas en blanco.  Pero son aquellos relatos particulares, las historias de alcoba y lumbre, las que determinan el carácter de una sociedad con el paso de los siglos. Así queda reflejado en muchas calles de la capital del Tormes, cuya denominación se debe a algún suceso grabado a fuego en la memoria de los salmantinos. Es el caso de la calle del Silencio.

Junto a la Catedral de Salamanca y anexo a dependencias de la Facultad de Filología de la Universidad, se encuentra esta vía cuyos extremos quedan delimitados por las calles Tostado y San Vicente Ferrer. Una pequeña calzada remodelada en un renacido casco histórico charro, pero donde antaño el polvo y la soledad eran las señas de identidad. Era la conocida como calle de los asesinos.

Cuenta la tradición popular que allí tuvieron lugar varios crímenes durante la Edad Media, pues era una zona propicia para los duelos y las emboscadas. De hecho, la cercana calle del Tostado fue anteriormente la del Trasgo y después de los Azotados. De ahí que con el paso de los años pocos osaran pasar por esta calle y, de hacerlo, era en el más absoluto silencio para no delatar presencia alguna. De ahí la denominación a una vía que siglos atrás fue el límite de la antigua muralla romana de la ciudad y hoy flanquea el Teatro Juan del Enzina. Donde el silencio era sinónimo de temor y hoy es remanso de tranquilidad y espectáculo.

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