Emotivo sermón del prior de Los Carmelitas ante la imagen de La Soledad

"?Aunque miremos el sol oscurecerse, que no tambalee nuestra fe. Aunque miremos opacarse las estrellas, que no tambalee nuestra fe. Aunque miremos las aguas levantarse sobre las tierras, que no tambalee nuestra fe"

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Emotivo sermón del prior de Los Carmelitas ante la imagen de La Soledad
Emotivo sermón del prior de Los Carmelitas ante la imagen de La Soledad

En esta jornada de Sábado Santo, Miguel Ángel González, prior de Los Carmelitas de Alba, ha ofrecido el sermón ante la imagen de La Soledad de Pedro de Mena.

Queridos Albenses:

Vamos a considerar un hermoso poema, traducción del latín de Lope de Vega, Stabat Mater, al pie de esta bella imagen de la soledad tallada con el amor y la fe que queremos esculpir hoy nosotros en nuestros corazones, poema que con sus estrofas nos introduce en el corazón de la soledad y del crucificado. Aprenderemos cinco lecciones al ritmo de las estrofas: La primera es la del amor de Jesucristo, que nos atrae con su mirada para permanecer en Él. La segunda la fuente de la fe. La tercera la vida de la Iglesia. La cuarta el martirio. La quinta, la eucaristía fuente de amor y de vida.

Vamos a aprender a permanecer en el amor a la cruz en el Calvario, al fuego del Corazón de Cristo. Nos trasladamos espiritualmente al Monte Calvario donde están las piadosas mujeres, y también Juan, el discípulo amado.

Hoy nos hace el Señor una invitación a permanecer en el amor. Él es el buen pastor, apenado en su soledad, sin placer, sin alegría, sin contento, en la soledad del calvario, con el pensamiento puesto en su pastora, en la Iglesia, en ti y en mi, con el Corazón herido a causa de su amor desbordante. "Junto a la cruz de Jesús estaban su madre, el discípulo amado, la hermana de su madre, María, mujer de Cleofás, y María Magdalena".

La presencia de la Virgen María en el Calvario no necesita explicaciones. Es "su madre" y esto lo explica todo; las madres no abandonan a un hijo, aunque esté condenado a muerte. Las mujeres habían seguido a Jesús desde Galilea; lo habían acompañado, llorando, en el camino al Calvario; en el Gólgota, desde la distancia que se les permitía, y poco después lo acompañan, con tristeza, al sepulcro, con José de Arimatea. Mujeres fuertes del Evangelio desafían el peligro al mostrarse a favor de un condenado a muerte. Jesús había dicho: "Dichoso quien no se escandalice de mí!". Dichosa la mujer católica de ayer, de hoy, de siempre, firme en la fe de la Iglesia, animosa por la esperanza y diligente en el amor. Ellas fueron las primeras en verlo resucitado porque habían sido las últimas en abandonarlo muerto, e incluso después de la muerte acudían a llevar aromas al sepulcro.

La Soledad, Alba de Tormes (6)



San Juan dice cómo están la Virgen y las mujeres junto a la cruz y cómo está él mismo: arraigados, firmes en la fe, estables, enraizados en Cristo, afianzados, consistentes, perseverantes, constantes, heroicos en el amor, así están y hemos de estar junto a Jesucristo. Que hablemos nosotros este lenguaje de amor callado. Para ello es importante dejarse mirar: “Cuándo tú me mirabas…” “No quieras despreciarme…” “El mirar de Dios es amar”.

De las mujeres y del discípulo amado nos dice el Evangelio que "fueron al sepulcro, con gran gozo, y corrieron a dar la noticia de la resurrección a los apóstoles". Cofrades de vuestras hermandades, sois herederos del discípulo amado, esperanza de un mundo más humano, más cristiano. Mujeres cristianas, seguid llevando a todos el gozoso anuncio: "El Maestro está vivo. Ha resucitado. No tengáis miedo".

Seguid cumpliendo con fidelidad el testamento de Cristo permaneciendo en su amor. Vosotros, cristianos que nunca le habéis dejado solo, en cofradías insignes, sed lámparas vivas para alabanza de su gloria. ¡Cuánto bien hacen las cofradías a la Iglesia de Dios con su culto en espíritu y en verdad y con su actividad apostólica de caridad! La Iglesia os quiere y os necesita.

Al Señor no le causa tanto sufrimiento el peso de la cruz, las espinas de la corona, la laceración de su rostro, la crueldad de los clavos, la llaga del amor, verse así afligido y tener el corazón herido; lo que le hace llorar y sufrir es pensar que está olvidado de aquellos a quienes ha manifestado el mayor amor abrazando en la cruz el mayor dolor. Amor y cruz son dos caras de la misma moneda. Nos redime el Señor no por el dolor sino por el amor abrazando el dolor de la cruz. ¿Qué es la falta de fe sino olvidarnos de Dios y de los hermanos por acordamos demasiado de nosotros?

La Soledad, Alba de Tormes (1)



Vamos a hacer un examen de fe. Si no queremos perder la fe, vivámosla, este es el mejor modo. Le preguntaron al Papa Benedicto: ¿Qué himno quiere para el año de la fe? Contestó: No es necesario ningún himno, el credo es suficiente. ¡Qué gran lección!

Creer lo que tiene la Iglesia como afirma Santa Teresa. Que aunque todo nos faltase, no nos falte la fe, regalo de Dios y tarea nuestra. Fe heredada que es privilegio y peligro; privilegio por haberla recibido de nuestros antepasados, peligro de no valorarla porque no la hemos defendido con la vida.

Nos cuesta creer en Dios, en su amor misericordioso, en las verdades de la fe que nos desagradan o que no están de moda. Hacemos una fe a la carta y hemos de vivir la fe de la Iglesia, de nuestros padres, de los apóstoles y los santos, íntegra, firme y plena. “El que cree, tiene vida eterna” dice el Señor.

Un ejemplo de fe es San Manuel González; enviado a dar una misión en un pueblo de Sevilla, escribe: “Fuime derecho al Sagrario en busca de alas a mis casi caídos entusiasmos, y ¡qué Sagrario, Dios mío! ¡Y qué esfuerzos tuvieron que hacer allí mi fe y mi valor para no volver a tomar el burro del sacristán que aún estaba amarrado a los aldabones de la puerta de la iglesia y salir corriendo para mi casa!» «Allí, de rodillas, ante aquel montón de harapos y suciedades, mi fe veía a través de aquella puertecilla apolillada a un Jesús tan callado, tan paciente, tan desairado, tan bueno que me miraba, posaba su mirada entre triste y suplicante, que me decía mucho y me pedía más, una mirada en la que se reflejaba todo lo triste del Evangelio: lo triste de que no había para ellos posada en Belén, lo triste de la traición de Judas, de la negación de Pedro, de la bofetada del soldado, de los salivazos del pretorio, del abandono de todos».

¿No será por falta de fe que nos parezca aburrida la misa? ¿No será por falta de fe que la eucaristía no nos cambia la vida? ¿No será por falta de fe que algunos no se confiesan jamás?

La eucaristía es el misterio de la fe.

Por la fe creemos que el pan y el vino se convierten en el Cuerpo y Sangre de Cristo, por la fuerza del Espíritu. Por la fe, sabemos que cuando comulgamos no comulgamos un trozo de pan cualquiera, sino el Cuerpo de Cristo.

La Soledad, Alba de Tormes (3)



Por la fe, creemos que es Dios nos hace uno con Él en la Comunión.

Recuerdo en mis tiempos de capellán de la Adoración nocturna en Madrid a un adorador ciego que no faltaba jamás alas vigilias; permanecía en silencio contemplativo, veía a Dios con los ojos de la fe. Dios nos de los ojos de la fe de aquel adorador nocturno ciego.

Por la fe, vemos la acción de la Santísima Trinidad en cada misa. Dios Padre nos da a su Hijo y a la vez lo recibe inmolado por nosotros. Vemos la acción del Espíritu Santo que con su fuerza transforma el pan y el vino, en el Cuerpo y la Sangre de Cristo. Vemos a Cristo, inmolándose en la Cruz, renovando su sacrificio por nosotros.

¿Qué has de hacer si quieres perder la fe?: Admite que la Iglesia está acabada. Sé lo más escrupuloso posible. Olvídate de la Misericordia. Céntrate en la vida espiritual de otros y no en la tuya. No mantengas conversaciones inteligentes sobre religión. Haz el mínimo de los mínimos. No formes tu fe. Procura no comulgar. Asústate cada vez que veas un desafío contra la fe. No reces nunca: Así matarás tu fe.

Aunque miremos el sol oscurecerse, que no tambalee nuestra fe. Aunque miremos opacarse las estrellas, que no tambalee nuestra fe. Aunque miremos las aguas levantarse sobre las tierras, que no tambalee nuestra fe. Aunque vivamos en medio de la guerra, que no tambalee nuestra fe. Aunque sintamos hambre en carne propia, que no tambalee nuestra fe. Aunque las montañas caigan, que no tambalee nuestra fe. Aunque miremos estremecerse la Iglesia, que no tambalee nuestra fe. Aunque veamos que no hay ningún pueblo sin dolor y sin llanto, que no tambalee nuestra fe.

La bella pastora es la Santa Iglesia, embellecida con la gracia de la santidad, bella por ser Cristo quien le da la belleza, quien la hermosea y renueva siempre. Bella porque es la esposa de Cristo, sin mancha ni arruga, bella en la Virgen María y en los santos que la embellecen con ornamentos de virtud, con la policromía y colorido de la multitud de las virtudes, que la aromatizan con incienso de oración, con perfume de buen olor de Cristo.

Por la Iglesia, Cristo se ha dejado maltratar, se ha dejado lastimar, herir el corazón, por ella se ha entregado a la muerte; de su corazón nace la Iglesia crucificada y salvada, que es Madre y Maestra. Nos engendra en la fe, nos enseña con su Magisterio, de ella debemos ser hijos que la aman y embellecen con flores y frutos de virtud.

No queramos atemperar ser cristiano y ser iglesia con la comodidad de quien busca salvación sin cruz, sin Madre Iglesia, sin Padre Dios.

La Soledad, Alba de Tormes (11)



Hay quien afirma alegremente; creo en Cristo, pero no en la Iglesia, menos en los curas. Esto hay que explicarlo, los sacerdotes no somos dogma de fe, no hay que creer en nosotros sino en aquel a quien anunciamos. Esa afirmación denota claramente una fe débil ajena a las exigencias de la fe. La Iglesia y Cristo son inseparables.

A la Madre Teresa de Calcuta le preguntaron: ¿Qué cambiaría de la Iglesia? Contestó: a mi misma. Realismo espiritual que hemos de aprender nosotros.

La Iglesia es Madre y Maestra, que cría a sus hijos como la amorosa madre, con manjar dulce y suave de caricias sacramentales y con manjar sólido de doctrina universal en el amor, que construye, libera y edifica.

La Iglesia es santa y pecadora; santa por ser el Señor su cabeza, misterio del amor de Dios con nosotros, guiada por el Espíritu Santo, que le da vida y calor; pecadora porque tú y yo la formamos y somos defectibles, podemos tener pecados y, de hecho los tenemos. Así es la Iglesia: santa y pecadora, misterio e institución. Su voz está crucificada; tintada de incoherencia cuando tú y yo no acogemos con amor sus consejos, cuando somos jueces del Santo Padre y los Pastores elegidos por el Señor para conducirnos, cuando nos lamentamos pero no nos enmendamos, cuando caemos en la crítica fácil, cuando no nos formamos en la fe, cuando queremos adulterar el Evangelio.

A lo largo de los siglos, imperios que parecían invencibles, han ido desapareciendo uno tras otro: La Iglesia, es atacada por los enemigos desde fuera y amenazada de derrumbe por sus miembros desde dentro. Pensemos en una nave o embarcación, atacada desde fuera por los bombardeos enemigos y también desde dentro por los que en ella navegan. Tendría que hundirse. No solo no se hunde esta barquilla frágil sino que va surcando los mares de los tiempos y los siglos, dejando a su paso la estela de su mejor tesoro, la santidad que la adorna, sostenida por la fuerza invisible del Espíritu Santo.

¿Qué puedo hacer yo? La respuesta es solo una: siendo santo. Santa Teresa se hace esta pregunta y responde: “decidí hacer ese poquito que había en mí”. ¡Qué realismo espiritual! Vivir la santidad alegre, cultivar la bondad del corazón, amar en todo tiempo, comenzar cada día de nuevo y que las causas históricas de la Iglesia sean para nosotros en motivos de entrega vital.

Que Santa María, Madre de la Iglesia, interceda por nosotros.

Afirma San Cipriano: “El que se dice confesor de Cristo, imite al Cristo que confiesa”.

Los mártires son testigos de Cristo que han sabido ser fieles a la fe y dar la vida por amor. Los mártires de todos los tiempos reviven el temple de los primeros creyentes y conmocionan al mundo entero con su testimonio. La persecución se cambia siempre en bienaventuranza evangélica por la alegría con que la tierra se ve regada de sangre enamorada, derramada por amor como la de Cristo.

La vida entregada a Cristo en fidelidad es martirio de amor verdadero, testimonio de que sigue vivo, de que las batallas del mundo no pueden apagar el amor, la fe y la esperanza: “Las aguas torrenciales, desbordadas contra Dios y la Iglesia, no podrán apagar el amor”.

Desde el Antiguo Testamento los fieles dan testimonio de la fe hasta la muerte. En el Nuevo, San Juan afirma que Cristo es el mártir por excelencia “para eso ha venido al mundo, para dar testimonio de la verdad”.

San Lucas subraya el modo de morir por Cristo: la valentía, la firmeza, la ayuda divina, los ultrajes vividos con entereza. Pero es el libro del Apocalipsis el de los mártires, inmolados a causa de la Palabra de Dios y del testimonio que dieron de ella, han lavado sus vestidos en la sangre del Cordero y participan de su triunfo. Vienen de la gran tribulación, muchedumbre inmensa, a lo largo de la gloriosa historia de la Iglesia, ha seguido a Cristo hasta el Calvario y hoy resplandece como vendaval de gloria para la Iglesia.

Ser testigos hoy es librar cinco batallas pacíficas y actuales: La batalla del matrimonio y la familia; matrimonios y familias unidas por el amor para educar integralmente a los hijos. La batalla de la vida; sin hijos, y sin el respeto a la vida de inicio a fin no hay futuro. La batalla de las conciencias; educar formando la inteligencia para que conozca la verdad, la voluntad se oriente al bien, y la sensibilidad anhele la belleza, que es Dios. La batalla de la memoria; recordar nuestra procedencia, nuestras raíces cristianas. “De esta casta venimos, de aquellos santos cuyo ejemplo procuramos imitar”, decía Santa Teresa. La batalla de la presencia en la vida pública sin esconderse, participando en ella en orden a reclamar leyes justas. Somos llamados a luchar en estas batallas pacíficas con armas de fe, esperanza y caridad.

La Soledad, Alba de Tormes (2)



El amor más grande, el de Cristo, el de los que dan la vida según su ejemplo es el que debemos vivir nosotros, siendo mártires por la entrega a la consagración bautismal, por la fidelidad a la vida de amor martirial de los santos.

En cada mártir Cristo muere de nuevo y la Iglesia recobra fuerza para seguir amando a sus enemigos e implorando la salvación para ellos.

Pidamos a la Virgen Santísima, reina de los mártires, que lo seamos nosotros amando la Cruz, defendiendo la cruz de la victoria del bien sobre el mal, la cruz de Cristo, en los lugares públicos, en los hospitales como signo de salvación y consuelo, las torres y fachadas de nuestros templos que son oración en piedra, en nuestras calles y plazas. Como dice Santa Teresa: “Poco durará la batalla y el fin es eterno”.

A causa del amor, Cristo se dejó traspasar el Corazón; desde entonces, una corriente de vida brota para nosotros, torrentera de gracia que se nos ofrece en la Eucaristía.

Digamos con San Juan de la Cruz: “Qué bien se yo la fonte que mana y corre aunque es de noche”. “Aquesta eterna fonte está escondida en este vivo pan por darnos vida”. “Aquesta viva fuente que deseo, en este pan de vida yo la veo”.

En la ciudad de Lanciano, en Italia, en el siglo VIII, un monje, después de la consagración del pan y del vino, comenzó a dudar de la presencia real del Cuerpo y de la Sangre del Señor. Entonces se realizó el milagro delante de sus ojos; el pan se tornó carne viva; el vino sangre viva. Esta carne y esta sangre se han conservado.

Quisieron en la década de 1970, verificar la autenticidad del milagro, aprovechando el adelanto de la ciencia. El análisis científico de aquellas reliquias, fue confiado a expertos. Con todo rigor efectuaron análisis de laboratorio. He aquí los resultados: la carne es verdaderamente carne y la sangre verdaderamente sangre. Sangre y carne humana del mismo grupo sanguíneo que pertenecen a una persona viva. La carne está constituida por un tejido del corazón. Uno queda estupefacto ante tales conclusiones, que manifiestan la autenticidad de este milagro.

Quiso el Señor realizar un milagro mejor; quedarse con nosotros para siempre en la eucaristía, para darnos su Corazón en apariencia de pan, para darnos su sangre en apariencia de vino, quiere alimentarnos con el amor de su Corazón que es la Eucaristía. Cuando comulgamos, Cristo vivo nos da vida; su Corazón transforma el nuestro y su sangre circula en nuestras venas.

Cuidemos los signos de adoración, señales exteriores de fe interior: sabiendo arrodillarnos ante el Señor, pues un cristiano solo se arrodilla ante Dios. Procuremos comulgar bien, en comunión con Cristo y los hermanos. Quizá hay filas demasiado largas de comunión y demasiado cortas de confesión.

La Soledad, Alba de Tormes (4)



Afirma San Juan Pablo II: “La presencia de Jesús en el tabernáculo ha de ser como un polo de atracción para un número cada vez mayor de almas enamoradas de Él, capaces de estar largo tiempo escuchando su voz y sintiendo los latidos de su Corazón. Postrémonos largo rato ante Jesús presente en la Eucaristía, reparando con nuestra fe y nuestro amor los descuidos, los olvidos e incluso los ultrajes que nuestro Salvador padece”.

Convirtamos nuestra vida en eucaristía permanente, por el sacrificio, el banquete y la acción de gracias. Estas son las tres claves de la Misa, de las cuales la primera es la principal y de la que se derivan las dos siguientes.

El Corazón de Cristo en la Eucaristía es Corazón de silencio: acusado ante el Sanedrín, responde con el silencio. Presentado ante Herodes, burlado y despreciado por su guardia, vuelve a callar. Había entrado triunfante en Jerusalén, y ante la aclamación exaltada de la muchedumbre, también calla. Es la Palabra del Padre y sabe hablar en el silencio. Y en silencio, en el lenguaje del callado amor hemos de escuchar los latidos del Corazón de Cristo en la Eucaristía, pues el silencio es una delicada expresión de acogida interior.

Amor de silencio es el lenguaje de Cristo en tantos sagrarios. Amor de silencio es el Espíritu Santo actuando ocultamente. Amor de silencio es la Virgen María en la Encarnación. Amor de silencio fue el del Corazón de Cristo sepultado, esperando oculto en el seno de la tierra.

Aprendamos a callar ante el Corazón de Cristo en la Eucaristía para que en nuestros corazones se manifiesten los sentimientos del suyo. Sólo en el silencio aprendemos a oír los latidos de amor del Corazón de Cristo.

Virgen María en cuyo seno se formó el Corazón de Cristo, ayudamos a vivir con fe plena el misterio de la eucaristía. Que en la Semana Santa se renueve en cada uno de nosotros todo el misterio de Jesucristo: vida, pasión, muerte y resurrección.

Fotos: Juanes

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