Hubo un tiempo en que la castidad y el honor eran dos de los bienes más preciados para un ser humano. Durante siglos la Iglesia Católica subyugó a sus fieles a base de amenazas con el fuego eterno para procurar que antepusieran la doctrina de la curia al sentimiento del amor que el propio Jesucristo proclamara. De ahí que surgieran numerosos relatos fantásticos con una moraleja final aleccionadora, a modo de fábula, para justificar el pecado que conllevaba cualquier práctica que pudiera ser considerada como deshonesta. Es el caso de la imagen de San Pedro en Miranda del Castañar.

Cuenta la leyenda que había en la villa una virginal doncella cuya rectitud y decoro casi igualaban a las virtudes de la mismísima Virgen María. Obediente en las labores del hogar, complaciente con los deseos de sus padres, solidaria con sus convecinos y fiel devota para con Dios, era una joven respetada. Consideración que los mozos del pueblo le guardaban pese a que era la más bella de toda la comarca. Los hombres suspiraban por recibir al menos una sonrisa suya, y aunque muchos fueron quienes la pretendieron, su familia la protegía cual diamante en bruto. Estaba destinada para compartir su vida con un rey o a lo sumo un noble de alta alcurnia. Y ella, siempre respetuosa con la decisión de sus progenitores, asumía su destino sin dar muestras de cariño más allá de la amistad.

Pero el corazón no entiende de planes terrenales, de casamientos concertados ni sueños de padres. Con los primeros calores del verano, el sentimiento de la doncella elevó su temperatura al ser atravesada por una fecha de Cupido. Cuando una mañana se disponía a acudir al caño más cercano de su casa para recoger agua fresca, quedó obnubilada ante la presencia de un apuesto forastero. El fornido caballero, de larga melena caoba y penetrante mirada, detuvo su avance para contemplarla. Petrificado, durante unos segundos creyó ver un ángel del cielo encarnado. Y en aquel instante en que la mirada de ambos se cruzó, la atracción se hizo inevitable.

El forastero indagó sobre la identidad de la joven que había hecho tambalear todos sus músculos. Y sabedor de la dificultad de la empresa, decidió jugar sus bazas. Comenzó a pretenderla en secreto, sin levantar sospechas entre los lugareños, anotando cada movimiento de la doncella para así forzar coincidentes encuentros en determinados lugares. Así, las miradas iniciales se transformaron en balbuceos y éstos dejaron paso a tímidas conversaciones entre ambos. Apenas había transcurrido una semana y ya creían conocerse desde hacía toda la vida. Las palabras dejaron paso a las caricias e inevitablemente la pareja se dejó llevar por el instinto, fabricando ternura una noche en que la luna llena bañaba todo el valle, con las estrellas del firmamento como testigos de la pasión.

El corazón de la doncella rebosaba amor, pero al instante regresó a la realidad y se transformó en arrepentimiento. Había mancillado el honor de su familia. Sería la ruina de sus padres si llegara a difundirse la pérdida de su virginidad. Desconsolada, regresó a casa y durante un mes permaneció encerrada simulando una larga enfermedad. Tiempo suficiente para que el forastero desistiera de volver a verla y abandonara la villa. Así fue y la joven, con el terreno despejado, quiso expiar sus pecados. 

Al llegar el domingo, se dirigió hacia la iglesia de San Ginés y Santiago para confesar su debilidad e implorar el perdón celestial. Pero, al llegar a la entrada, la figura de San Pedro que la resguardaba le arrojó la bola que portaba en la mano izquierda. Los asistentes quedaron asombrados. Repusieron la bola pero, al intentar entrar en la iglesia la doncella, la estatua volvió a lanzarle la bola. La joven enrojeció de vergüenza y sus vecinos comprendieron el motivo. Había perdido su pureza, llevándose con ella el honor de su familia, que la repudió. Desde entonces, ninguna mujer que hubiera perdido la virginidad antes del matrimonio osó adentrarse en el templo, pues se dice que la figura de San Pedro arroja la bola que porta cada vez que lo detecta. 

 

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