Cuenta la leyenda que había una vez en el pueblo de Picones, actual pedanía del municipio de Encinasola de los Comendadores, dos zorros con una esencia especial, pues custodiaban almas humanas que fueron condenadas a vivir encerradas en el cuerpo de los animales hasta que realizasen tres buenas acciones. Sólo de esta manera podrían regresar al purgatorio para rendir cuentas en su camino hacia el paraíso. Tal había sido de tramposa su vida que Dios decidió que adoptaran la forma de raposos.

Ya habían logrado dos buenas acciones. La primera, empujando un tronco que amenazaba con entrar en el canal que movía un molino en el río Yeltes, evitando así que destrozara el mecanismo. La segunda, avisando a los lugareños, no sin peligro para su integridad, de la presencia de una niña desmayada en el campo, conduciéndoles entre pedradas hasta donde se encontraba la pequeña para que pudiera ser reanimada. Tan sólo les restaba una buena acción más para cumplir con su pena. Pero debían ser precavidos, pues si morían deberían volver a empezar de cero en el cuerpo de otros zorros.

Pasaban los días y no veían la ocasión de acometer su feliz final. Pasaban los meses y crecía la desconfianza. Pasaron los años y se acrecentó la desesperación. Hasta que llegó la propicia oportunidad en un frío día de invierno. Un pastor solía llevar su rebaño entre las encinas de Guadramiro y Picones. Gustaba de disfrutar del paisaje, admirando la belleza del campo charro. Pero el embelesamiento le condujo al despiste y perdió una de las ovejas. El zagal lamentó su mala suerte, pues no era la primera vez que tenía problemas en el pueblo por su atolondrada dejadez. Por eso, decidió que no regresaría hasta que encontrara al animal.

Al dirigirse hacia la que llaman Peña del Carro, un sonido sobresaltó al pastor. De entre la maleza surgió la figura de dos zorros. Tras el susto inicial, el joven agarró su honda con la intención de lanzar una certera pedrada hacia los animales. Pero éstos no se inmutaron. Es más, miraban fijamente al pastor, como queriéndole hablar. Aquella actitud extrañó al zagal, que permaneció inmóvil durante un tiempo que le pareció eterno. Hasta que uno de los zorros dio media vuelta y le indicó al pastor que le siguiera, mientras el otro se aposentaba junto al rebaño a modo de perro guardián. No podía creerlo. ¿Realmente le había hecho señas uno de los raposos para que le acompañase? ¿Realmente podía confiar en el otro, dejándole al cargo de las ovejas? Pero algo había en aquellas miradas que no era animal. El pastor confió en el destino y siguió al zorro hasta unas rocas, donde apareció la oveja descarriada.

Zagal, raposo y borrego regresaron junto al resto del rebaño. Al reunirse ambos zorros, suspiraron de alivio y se evaporaron, dejando en el ambiente una pequeña nubecilla que fue ascendiendo hacia los cielos. Atónito, el joven narró a sus convecinos lo acontecido en la pradera, aunque no le creyeron. Consideraron que era una excusa más para justificar el retraso en devolver los animales a sus dueños. Pero aquel año las tierras del pastor fueron las únicas que ofrecieron una buena cosecha, propiciándole grandes beneficios. El pastor se convirtió así en terrateniente y ya nunca más necesitó regresar con los animales al campo, viviendo de las rentas. Desde entonces, hay quienes aseguran que ver un zorro en la pradera y dejarlo con vida es una señal de buen augurio y prosperidad.

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