Carlos López Pérez gana el Concurso de Cuentos de Navidad con 'Un ángel diferente'

CARLOS LÓPEZ PÉREZ

Legazpi  (Guipúzcoa 1955). Residente en Logroño. Economista

Ganador de varios premios de Concursos de Literatura Infantil en la Biblioteca Municipal de San Sebastián, durante su época de estudiante universitario

Año 2008

•    1º premio  del  I Concurso de Cuentos Infantiles Félix Pardo (Gijón)

•    Finalista del I Concurso de Cuentos Infantiles del Agua de EMASESA (Málaga)

•    Publicación del libro “Mr. Down, detective para casos difíciles” (2008)

Año 2009

•    Finalista del 44 Concurso de Cuentos de Navidad de Radio Elche, Gloria Fuertes

•    Mención especial del Concurso de Cuentos infantiles “Con el mismo papel”, del Ayuntamiento de Logroño

Año 2010

•    Finalista del 45 Concurso de Cuentos de Navidad de Radio Elche, Gloria Fuertes

•    1º premio del Concurso de Cuentos de Navidad de Don Benito, organizado por el Ayuntamiento

•    1º premio del XIV Certamen Nacional de  Cuentos de San Juan, organizado por el Ayuntamiento de Velilla del Río Carrión (Palencia)

•    1º premio del 46 Concurso de Cuentos de Navidad de Radio Elche, Gloria Fuertes

Año 2011

•    1º premio VIII Concurso de Cuentos de Navidad del Ayuntamiento de Vega de San Mateo (Gran Canaria)

•    1º premio del Concurso de Letras Riojanas, modalidad infantil, organizado por la Agencia del Conocimiento y Tecnología del Gobierno de La Rioja y la Librería Santos Ochoa.

•    2º premio del Concurso de Literatura Infantil organizado por Castillos en el Aire, de Villa del Prado (Madrid)

•    1º premio del XVII Certamen Nacional de Cuentos de Navidad, organizado por el Ayuntamiento de Béjar

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“UN ÁNGEL DIFERENTE”

 Carlos López Pérez

Yo pensaba, en mi ignorancia, que todos los ángeles eran iguales: bajitos, rechonchos, con pequeñas alas, blanquecinos y con cara de buenos. Pero no, hace años me llevé una sorpresa cuando…. Será mejor que cuente la historia.

Soy profesor para alumnos difíciles, sí para esos niños que tienen problemas de aprendizaje. En mi primer trabajo me destinaron al Centro Especial Jorge Ulecia, donde concentraban a los alumnos de la comarca que precisaban educación diferenciada: paralíticos cerebrales, con Síndrome de Down, autistas y todos aquellos afectados por algún problema de retraso intelectual. Había sacado buenas notas en la Universidad, acabado un máster y realizado prácticas en un colegio de Madrid, pero todo se quedó pequeño cuanto tuve que enfrentarme por primera vez a ese grupo de jóvenes que demandaban mi atención.

En total serían unos quince, demasiados para tan solo dos personas. El recorte presupuestario era evidente y no podían dedicar más esfuerzo a este tipo de Centros. Se trataba de una cuestión de imagen y no de un convencimiento de sacar provecho a las personas matriculadas en el Jorge Ulecía.

Mi compañera de fatigas, Marta, una veterana curtida en mil y una batallas, no disponía de título académico, pero sí de un extenso currículum en estas lides.

-    Buenos días, Marta, mi nombre es Pedro Gómez.

-    Hola, bienvenido a este cole-jaleo, como yo le llamo. Te puedo asegurar que no te aburrirás; tu predecesor pidió el traslado a los tres meses de llegar alegando problemas de salud. Confío en que tú dures más.

Esbocé una breve sonrisa y me limité a decir:

-    Eso espero.

Marta me dejó, para comenzar, a seis chavales con Síndrome de Down, de diez a diecisiete años. Según ella, eran fruto de un cromosoma más, por lo que tenían todo por añadido y su educación no debería resultar tan dificultosa. Además de la diferencia de edad entre ellos, captar su atención era tarea casi imposible. Lo primero que intenté fue presentarme y ganar su confianza.

-    Hola, me llamo Pedro y vengo de Madrid, una ciudad muy grande, a cientos de  kilómetros de aquí. ¿Me entendéis?

-    ¡Ya, la capital de España¡

Exclamó Javier, un niño de diez años, experto en Internet, sobre todo en YouTube, amigo de gigantes y cabezudos, fuegos artificiales y los encierros de San Fermín en Pamplona.

-    ¡¡Ya salió el listo¡

Esta vez la exclamación partió de Álvaro, el mayor del grupo, un batería consumado, fan de Deep Purple, y mascota de la cuadrilla en su pueblo.

Sus frases me delataron que había dado por supuesto un sinfín de estereotipos, tal vez prejuicios, y que la potencia de esos niños superaba la teoría de los libros. Con el transcurso de los meses, hicimos una piña. No sólo estudiábamos en clase, sino que hacíamos excursiones en un monovolumen de segunda mano que compré para las ocasiones. Visitamos el castillo de Velarde, donde hicimos un conjuro para ahuyentar fantasmas; en el monasterio de Aguas Frías nos sentamos con los monjes a repasar manuscritos; en la Universidad de Salamanca me disfracé de Unamuno, con barbas y todo, y en el vieja de vuelta, José Luís, con voz de trapo y a empujones, leyó unas poesías de Fray Luís de León.

-    ¡Qué bien lo pasamos contigo¡

Exclamó Felisa, una preciosa niña morena de trece años, que por su cara había pasado casi de largo de cromosoma de más y hasta el mismísimo doctor Down, tendría problemas para diagnosticarla a simple vista.

A primeros de diciembre, y con la Navidad ya a la vuelta de la esquina, hablé con Marta para decorar el Centro:

-    ¿Con quién hay que tratar para el presupuesto de las decoraciones navideñas?

-    Conmigo.

-    ¿Contigo?

-    Sí, cero coma cero euros

-    ¡No puede ser¡

-    Mira, Pedro, apenas hay dinero para yogures y cuatro libros nuevos que compramos al año, como para derrochar en árboles, belenes, guirnaldas y demás paparruchadas.

-    Por lo que oigo, no crees mucho en la Navidad.

-    Pues no; la verdad es que no me ha dado motivos para ello.

-    ¡Bien! Mis niños de Down y yo nos pondremos manos a la obra…

-    ¡A propósito! Ya que te has centrado, en enero me ayudarás también con el resto: es mucha tarea para mí sola.

Sentía pena por abandonar la dedicación exclusiva a mis Down, que tan buenos resultados estaba dando, pero sabía que Marta se encontraba sobrepasada por los otros chavales: necesitaba mi ayuda.

Era la víspera del día de la Constitución y mis seis alumnos y yo nos dirigimos a un hipermercado para aprovisionarnos de todo lo necesario: cartulinas de colores, guirnaldas, hilo de pescar, adornos, luces y un hermoso árbol sintético para que durara unos cuantos años. La cuenta fue pagada con mi tarjeta de crédito, aprovechando mi soltería y la ausencia de importantes compromisos de pago. ¿El belén? Quería poner a prueba la imaginación y habilidad de mis alumnos: también compramos plastilina para ver hasta dónde podían llegar.

El seis de diciembre, con permiso de los padres, fiesta, y el siete, puente, estuvimos trabajando duro. Todo debía estar preparado para el ocho, festividad de la Inmaculada, según me habían enseñado y conservado como una tradición familiar. Las tijeras echaban humo, los hilos se colocaban con chinchetas cerca del techo, el árbol se decoraba con gusto esmerado, con un derroche de colgantes e iluminación, la plastilina se moldeaba como si de arcilla se tratara, con unas manos pequeñas, gruesas, con dedos insignificantes, pero que daban a las figuritas una gracias especial.

El día ocho a las seis de la tarde, la decoración navideña estaba a punto de ser inaugurada. Yo me había encargado personalmente de pegar en los hilos suspendidos en el aire las figuras  de cartulina: Reyes Magos, algún Santa Claus, contra mi opinión, copos de nieve, ángeles con trompetas … y resultaba muy gracioso porque todos ellos, los ángeles, tenían la cara con los rasgos característicos del Síndrome de Down. Me pareció un detalle muy simpático y abandoné la idea del angelote gordo y con rostro de niño bueno.

¡Y se dio la luz del árbol! Todo funcionó sin necesidad de retoque alguno. El belén estaba colocado en una esquina de la entrada, frente al árbol, y mis alumnos no me habían dejado colaborar: se trataba de una sorpresa y un regalo al mismo tiempo. Y la verdad que lo fue. El portal era una cueva construida de cartulina, y dentro la Sagrada Familia, la vaca y la mula, de múltiples colores, pero bien colocadas y agradables a la vista. Fuera, los pastores, lavanderas, romanos y los tres Reyes, con su séquito, alejados todavía de su destino. Dos ángeles anunciaban el camino a los guardianes de ganado y los dos con los rasgos de Síndrome de Down. Estaba claro que se habían puesto de acuerdo.

-    ¡Perfecto! –exclamé mientras aplaudía- ¡Os ha salido muy bien! ¡Enhorabuena! Solo una cosa: podríais haber puesto un ángel como yo, es decir, como son los ángeles de verdad: paliduchos, regordetes, con alas y cara de niño bueno.

Javier, el pequeño, mientras remataba algún detalle del árbol, se limitó a decir:

-    Es que nuestros ángeles son así.

Me volvía hacia él y le pregunté:

-    ¿Y cómo lo sabe usted, señorito?

Javier me miró a los ojos y me contestó muy serio:

-    Porque los vemos y sabemos cómo son.

Aquella noche no pude dormir. Creía haber conseguido progresos con mis alumnos y esa historia de los ángeles me derrumbó. Una deficiencia genética no debería ir unida a paranoias ni otras complicaciones, aunque podrían darse. No obstante, en el resto del comportamiento su evolución había sido muy positiva.

El día veintidós era el último día de clase y los niños cogían vacaciones. Sus padres vendrían a ver la actuación que habíamos preparado y estábamos ultimando los detalles de la obra. En el escenario, la estrella de los Reyes se había ladeado y me encontraba subido a una escalera para devolverla a su posición original. En ese momento realicé un mal movimiento, la escalera se cerró y comencé a caer: el golpe iba a ser muy fuerte porque el aterrizaje sería fuera del escenario, es decir, tres metros añadidos a la altura de la escalera. ¡Entonces sucedió! Seis ángeles aparecieron, suspendidos en el aire, me ayudaron y colocaron nuevamente en el suelo, de pie, sin sufrir daño alguno. Y todos los ángeles con Síndrome de Down. ¿Cómo estaba tan seguro de que lo eran? Sus figuras, su forma de desplazarse por el aire, la bondad que trasmitían, son virtudes que sólo los ángeles poseen. Y como aparecieron se esfumaron. No los he vuelto a ver en mi vida.

Me he preguntado muchas veces el porqué del tropezón en la escalera y su ayuda, y siempre me viene a la cabeza la incredulidad de Marta en Navidad. Aquel año me di cuenta que yo tampoco creía en la Navidad, en la auténtica, no en la que yo había deformado. La normalidad y anormalidad en la Tierra la hemos definido nosotros; la inteligencia y la belleza pueden tener su importancia, pero hay otras muchas cualidades, algunas de ellas por descubrir, que son las fundamentales y nos transcenderán al abandonar este mundo. Mis alumnos ya las poseen y espero parecerme a ellos algún día.

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