​Fallece el salmantino y catedrático de Cirugía, Manuel González

Egresado de la Universidad de Salamanca, doctor por la Universidad de Valladolid y catedrático por la Universidad de Zaragoza, uno de sus discípulos ha querido recordarle con una emotiva carta 

 Manuel González
Manuel González

Hace unas semanas, el pasado 2 de marzo, fallecía en Zaragoza el salmantino Manuel González González a la edad de 91 años. Catedrático de Cirugía (concretamente, de Patología y Clínicas Quirúrgicas) de la Facultad de Medicina de la Universidad de Zaragoza, comenzó sus estudios en su localidad natal, Salamanca, donde logró ser licenciado por la USAL.

Posteriormente, obtendría el doctorado por la Universidad de Valladolid, donde comenzaría a dar clase hasta trasladarse a la capital de Aragón. Su currículum vitae está plagado, principalmente por estas tres universidades, de altas calificaciones, premios y distinciones.

Uno de sus discípulos, Alberto Gómez Alonso, ha querido recordar al que fuera su maestro con una emotiva carta remitida a SALAMANCA24HORAS y en la que habla de cómo influyó en su vida y en la de sus compañeros. Este medio se la ofrece íntegra a continuación.

El pasado día 2 de marzo, falleció en Zaragoza el Prof. D. Manuel González González (1928-2019), un salmantino excepcional.

Fue Catedrático de Cirugía de aquella Facultad de Medicina aragonesa desde 1966. Su currículum vitae está colmado de altas calificaciones, premios y distinciones concedidas, principalmente, por las Universidades de Salamanca, Valladolid y Zaragoza, y diversas Academias y Sociedades científicas.

Pero estas líneas, escritas después de ordenar un poco los recuerdos, pretenden, sobre todo, dar testimonio de la personalidad ejemplar de D. Manuel, mi querido maestro y entrañable amigo.

Nació en nuestra ciudad, en el seno de una familia, de la que recibió una sólida educación cristiana, el ejemplo de una honesta laboriosidad, del esfuerzo constante y de una bondadosa convivencia.

En los primeros estudios y en el bachillerato, pronto se distinguió por su inteligente laboriosidad, espíritu de colaboración, compañerismo y una desbordante generosidad. Ya entonces, se hizo acreedor de esa cualidad humana de la “auctoritas”, privilegio mediante el cual, sin pretenderlo, se influye en la opinión de los demás y que es fruto de una elevada categoría moral.

Cursó la licenciatura en nuestra Facultad de Medicina con las máximas calificaciones, obteniendo el Premio Extraordinario Fin de Carrera como fruto del estudio y esfuerzo constantes y de una memoria prodigiosa que cultivaba con perseverancia.

En un ambiente socioeconómico y académico pleno de carencias y dificultades, se marcó metas y propósitos elevados y este planteamiento iba a ser una de las principales normas de su vida. Cuando, años después, a raíz de la terminación de mi licenciatura, le solicité orientación y consejo para mi futuro, me contó la historia de aquel muchacho que nunca logró llegar con sus piedras a la luna, pero ganó el campeonato en el pueblo vecino...

D. Manuel decidió ser Cirujano Universitario y, en la Cátedra de su primer maestro, el Prof. Cuadrado, inició su andadura académica como Profesor Ayudante de Clases Prácticas, actividad que compatibilizaba con la de Anestesista para el sostenimiento de su recién formada familia.

Ocho años después, obtiene en Valladolid una plaza de Médico de Asistencia Pública Domiciliaria (equivalente a la del actual Médico de Atención Primaria); pero su propósito de ser cirujano le vincula pronto a la Cátedra de aquella Universidad que dirige su segundo maestro el, también admirado salmantino, Prof. JM. Beltrán de Heredia. Después de alcanzar el grado de Doctor, consigue la plaza de Prof. Adjunto de Cirugía.

En este periodo conocí a D. Manuel pues me había incorporado a la Cátedra como Alumno Interno. Pronto descubrí que, detrás del aspecto serio y austero, había una persona extraordinaria. Junto al hecho anecdótico que su 600 blanco era el primero que aparcaba en la puerta del hospital, aquel joven profesor, se distinguía por el cumplimiento riguroso de las tareas diarias, por el respeto y la amabilidad en el trato a los demás, por el deseo de aprender y enseñar, por la proximidad y la delicadeza en la atención a los pacientes y por la ilusión entusiasta con la que intentaba suplir las carencias y las dificultades. Para mi iba apareciendo no solo la figura del líder que cautiva por su personalidad y al que se sigue, sino como la del modelo que atrae con sentimientos profundos del alma y del que se recibe el cobijo y la orientación impagable del maestro.

Los años de Valladolid concluyeron en 1966 al conseguir, mediante brillantes oposiciones, la Cátedra de Cirugía de la Facultad de Medicina de Zaragoza en donde inició una nueva y dura etapa de la que fui testigo y colaborador. En poco tiempo consiguió prestigiar su actividad docente, asistencial e investigadora, creando una auténtica escuela. Varios de sus componentes ocuparían en el futuro puestos relevantes en la Universidad y en instituciones Sanitarias. Hay que destacar que D. Manuel supo adaptarse a los cambios en la organización y en las estructuras docente-asistenciales de los nuevos tiempos y lo hizo, manteniendo los principios inamovibles de su planteamiento profesional, con grandes dosis de generosidad y amplitud de miras.

Cuando en 1974 me incorporé a la Cátedra de Cirugía de Salamanca, conocí a compañeros y amigos de D. Manuel, con alguno de los cuales sigo manteniendo una fraternal relación. Con frecuencia, recordaban la personalidad y las cualidades de aquel alumno excepcional lo que me permitió completar la figura de mi maestro.

En su último viaje a Salamanca, hace ya tiempo, quiso que visitáramos los escenarios de su infancia y juventud. Y así, desde la Plaza Mayor caminamos entre el Palacio de Monterrey, La Purísima, el Colegio Fonseca, la antigua Facultad de Medicina y el Hospital Provincial; en monólogo iba reviviendo emocionadamente aquellos inolvidables años salmantinos.

Atravesamos el campo de San Francisco y nos detuvimos en la Iglesia de San Juan de Barbalos. Entonces, tomé la palabra para recordarle que, en una ocasión solemne, al presentarle, había comparado su personalidad con el románico que estábamos contemplando por su solidez, ascetismo, riqueza interior, espiritualidad y sentido teológico...

La metáfora me parece ahora todavía más oportuna, porque la vida de D. Manuel, plena de éxitos, lo fue también pródiga en dificultades y en dolorosos acontecimientos familiares, los que afrontó con admirable fortaleza de espíritu y con la valiente aceptación de un hombre de recios principios morales y de una fe inconmovible.

Hoy, con su muerte, ha pasado a formar parte de los “sillares de la historia” como una persona íntegra, honesta, ejemplar y comprometida con su tiempo. Como reza la tradición universitaria “supo cumplir como bueno según su leal saber y entender”.

Con estas líneas, deseo proclamar emocionadamente el sentimiento de dolor que comparto con el de su querida familia, con el respeto, agradecimiento y cariño de su discípulo.

Alberto Gómez Alonso

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