Las rutas de los castillos de Segovia y Jaén, ejemplo de lo que podrían ser las fortalezas charras

En Salamanca presentan un avanzado estado de ruina y falta de uso la mayoría de los monumentos entre la frontera de los antiguos reinos de León y Castilla, la línea defensiva del sur, fortificaciones de la frontera con Portugal y los últimos vestigios señoriales
 

 Las rutas de los castillos de Segovia y Jaén, ejemplo de lo que podrían ser las fortalezas charras
Las rutas de los castillos de Segovia y Jaén, ejemplo de lo que podrían ser las fortalezas charras

Si hay otro tesoro turístico por sacarle rendimiento en la provincia de Salamanca es el patrimonio monumental que suponen los castillos y fortalezas repartidos a través de los cuatro puntos cardinales del territorio charra. Vestigios que podrían conferir una ruta dividida en cuatro etapas en función de la frontera de los antiguos reinos de León y Castilla, la línea defensiva del sur, fortificaciones de la frontera con Portugal y los últimos vestigios señoriales.

Así lo han entendido no muy lejos de Salamanca, concretamente en la provincia de Segovia, con una ruta que recibe miles de visitas cada año y supone dinero para los establecimientos hosteleros de la zona. En Jaén, por ejemplo, también está la Ruta de los Castillos y las Batallas, potenciada por las administraciones públicas, que durante el último año aumentaron un 30% su presupuesto para promoción y mantenimiento. 

Fortalezas entre la frontera de León y Castilla

Alba de Tormes: el Ave Fénix de la Casa Ducal

Mientras la mayoría de los castillos de la provincia de Salamanca agonizan por el inexorable paso del tiempo y la ausencia de mecenas que oigan sus pedregosos llantos para restaurarlos, todavía quedan ejemplos de fortalezas que, cual Ave Fénix, renacen constantemente de sus cenizas, como si estuvieran destinados a permanecer erguidos para que las historias que albergan sus silenciosos muros no pasen al rincón del olvido.

El castillo de Alba de Tormes es un claro ejemplo de ello, erigido como pequeña torre sobre una colina durante la Edad Media, devastado por las contiendas anteriores a la época de los Reyes Católicos pero reedificado y convertido en palacio por los primeros duques de Alba, destruido durante la Guerra de Independencia contra los franceses a comienzos del siglo XIX pero restaurado por el Ayuntamiento y la Junta durante los últimos años para su uso turístico.

Tal era la grandeza de don Fernando Álvarez de Toledo y la pasión que tenía en su fortaleza palaciega, que se decanta de lleno por su conservación como patrimonio histórico y museístico. De hecho, en 1575 decide depositar allí toda la artillería ganada en las campañas militares por Alemania, Flandes e Italia.

Pero los posteriores monarcas no respetaron los deseos del Gran Duque y esta artillería fue empleada durante la Guerra de Sucesión en el siglo XVII, pues diversos estudios de investigadores han demostrado que en Alba había sesenta cañones en 1637 y setenta años después se fundieron cuarenta. Es el sino de la historia. Como si de un fatal presagio se tratara, a los cañones siguió el progresivo desmantelamiento de todo el castillo ducal hasta la Guerra de Independencia, momento en que la villa y su puente sobre el Tormes se convierten en zona estratégica.

Salvatierra de Tormes: la joya de un hijo de Alfonso X

El río Tormes, además de regar desde tiempos inmemoriales las tierras de lo que hoy conocemos como la provincia de Salamanca, siempre fue frontera natural entre los reinos de León y Castilla, delimitando dos zonas estratégicas de gran actividad bélica y caballeresca durante la Edad Media con motivo de la Reconquista contra los árabes.

Sobre esta línea se erigieron fortalezas y torreones como vigía ofensiva o defensiva, dependiente bien de los periodos de inherente paz entre los monarcas leoneses y castellanos durante la unión de ambos reinos, bien de las épocas de intriga fratricida entre los codiciosos herederos. Uno de las más importantes, tanto por su estructura como por la ubicación dentro de uno de los principales concejos de Salamanca, fue el castillo de Salvatierra de Tormes, conocido popularmente como castillo de la Mora Encantada.

Las grandes reformas administrativas del siglo XIX condenan definitivamente a las posesiones que un día albergaron esplendor y desde entonces se tiñen de polvo y olvido. Así lo constataba un informe de 1870 que describía al castillo de Salvatierra de Tormes como fortaleza en decadencia.

Por si fuera poco, la construcción del pantano de Santa Teresa a mediados del siglo XX provocó la anegación de campos y el progresivo lamido que las aguas  embalsadas dispensan desde entonces a la adusta silueta de un castillo en estado de ruina progresiva, propiedad hoy de la Confederación Hidrográfica del Duero, y que, si nadie lo remedia, corre el peligro de desaparecer en un baúl cuyas llaves nadie podrá encontrar jamás.

Cespedosa de Tormes: terraza del río como moneda de trueque

Poder. Bajo esta palabra de apenas cinco letras se esconde toda una enciclopedia de significados, cual veneno disfrazado de perfume en un ínfimo frasco que engulle todo a su paso cuando se abre la caja de Pandora. Durante siglos, el dominio y control de los territorios provocó continuas tensiones e intrigas en los diversos reinos que se fueron amoldando para conformar lo que hoy conocemos como España.

Reyes y nobles conspiraron en la sombra en busca de apoyos, en algunos casos, y de mirar hacia otro lado, en los más, para lograr un mayor control sobre la plebe. Dentro de este juego de intrigas, los símbolos de poder se antojaron como la pieza clave de un puzle en ocasiones indescifrable. Los castillos y fortalezas, como altaneros elementos nobiliarios, también fueron moneda de trueque entre los señores en su codicia por afianzar alianzas y trazar estrategias a favor de tal bando o cual linaje, como ocurrió con el torreón de Cespedosa de Tormes.

Residencia entonces del linaje abulense, el torreón de Cespedosa fue heredado por Juan Dávila, al mismo tiempo que el territorio pasó a ser mayorazgo en 1450. Fue tal la importancia que alcanzó la localidad que acaparó la atención de las dos familias que ya rivalizaban por el control de Castilla y León, los Estúñiga y los Álvarez de Toledo.

Santibáñez de Béjar: vigía lindante en las guerras fratricidas

La historia de España se escribe desde sus albores con letras de sangre, derramada en la mayoría de los casos como consecuencia de cruentas batallas entre hermanos. Desde la Edad Media hasta hace apenas setenta años, numerosas guerras han sacudido a los habitantes de la piel de toro con el poder como ominoso trasfondo que motivó en ocasiones interminables y viscerales enfrentamientos.

Los dorados campos de Castilla y León se tiñeron de bermellón durante siglos mientras en la corte se tejían conspirativas telas de araña en busca de amasar terrenos que dominar y pueblos que oprimir. Dentro de este peculiar tablero de ajedrez, los castillos jugaron un papel fundamental como fortalezas defensivas, en algunos casos, o como atalayas desde donde controlar el avance del enemigo, en los más. Es el caso del torreón de Santibáñez de Béjar.

En este conflictivo contexto histórico surge en los primeros años del siglo XIII el torreón de Santibáñez de Béjar, configurando una línea de centinelas junto con la atalaya de Cespedosa de Tormes y la ya desaparecida de La Cabeza de Béjar. Tales lindes habían establecido que este municipio formara parte del reino de Castilla, mientras lo que hoy es Guijo de Ávila perteneciera ya al reino de León.

Puente del Congosto: atalaya protectora del río Tormes

El río Tormes siempre ha marcado la vida de miles de salmantinos. Imperecedera fuente de vida, manantial de desarrollo en torno al cual se erigieron decenas de localidades a lo largo de la historia, también jugó su papel clave en el devenir de la provincia durante la Edad Media y la Edad Moderna.

Varios fueron los puntos estratégicos a lo largo del recorrido del Tormes desde su entrada en Salamanca por el sureste hasta su desembocadura en el río Duero trazando una irregular diagonal. Alba de Tormes, Salamanca y Ledesma prosperaron al regazo de sus cristalinas riberas, pero había que defender estos territorios, de ahí que casi todos los núcleos junto al Tormes puedan presumir también de conservar en su mayor parte una fortificación. Es el caso de Puente del Congosto.

La localidad ganó peso en las rutas comerciales, pasando estos señoríos en 1393 a manos Gil González Dávila. Durante un siglo, Puente del Congosto experimenta un célere auge, de ahí que los Reyes Católicos ordenaran en 1500 mediante una provisión la reconstrucción del puente principal, que sufre su reforma más importante y queda en su forma actual.

A su amparo surge el castillo bajo la propiedad de los Dávila de Cespedosa, pero en 1456 la familia Alba lo recibe de doña Aldonza de Guzmán, viuda de Gil González Dávila, como intercambio con otras propiedades, alternándose la propiedad entre ambas familias durante esta época. Y es que el siglo XV, sobre todo bajo los reinados de Juan II y Enrique IV, protagoniza la configuración de los grandes estados señoriales de la provincia charra, al amparo de la debilidad del poder real y de otras instituciones como el Concejo Salmantino.

La línea defensiva del sur

La Edad Media es un periodo de disputas y enfrentamientos al hilo de la Reconquista cristiana, más si cabe en la Sierra de Francia. En los siglos XII y XIII, los monarcas leoneses apuestan decididamente por la repoblación de esta singular zona, entonces fronteriza con los invasores árabes. De ahí la aparición de numerosas fortificaciones en las márgenes del río Alagón, barrera natural con los territorios de los caudillos almohades, bajo el mandato del entonces monarca Alfonso IX, quien apostó de lleno por reforzar el avance cristiano hasta el sur del Sistema Central, en las cercanías del río Tajo, tras donar treinta castillos a doña Berenguela.

Béjar: un palacio como emblema de poder

El Palacio Ducal de Béjar es un ejemplo de edificación levantada sobre una antigua fortaleza cristiana que se fue remodelando según el transcurso de sus dueños, pedazo a pedazo, pasando por diferentes formas y usos desde privados a públicos, un palacio como emblema de poder entre la complicada situación geográfica al sur de la provincia charra, en territorios a caballo entre Salamanca, Cáceres y Ávila, pero sobre todo uno de los epicentros industriales de toda España gracias al textil.

Erigido a finales del siglo XVI con su forma definitiva que aún se conserva, el Palacio Ducal de Béjar fue en sus inicios un castillo cristiano compuesto por dos recintos rectangulares, uno dentro del otro, con torres cilíndricas reforzando los ángulos y un recinto irregular más exterior como antemuro con torreones prismáticos de refuerzo. Precisamente el Fuero Real de Béjar, cuya fecha se sitúa entre 1291 y 1293, menciona a dicho castillo junto al conjunto de defensas amuralladas del que forma parte. Este importante documento que dotaba de concejo a la zona estipula una serie de normas que dan a entender cuál era la situación de Béjar y cómo se antojaba en epicentro de buscadores de poder.

De 1808 a 1812, los vecinos de la ciudad textil tuvieron que soportar diversos actos de pillaje por parte del ejército francés, el más flagrante el incendio del palacio ducal, una fecha que marca el inicio de la decadencia para esta insigne edificación, que en el último cuarto de siglo anterior había pasado de manos de los Zúñiga a los duques de Osuna, y posteriormente, ya en 1869, a ser propiedad del Ayuntamiento bejarano. Desde entonces, lo que comenzó como fortaleza defensiva y después se convirtió en elemento señorial de poder y distinción, albergó diversos usos, cual estancia sobrante con la que no se sabe qué hacer.

Montemayor del Río: posición privilegiada en la Calzada de la Plata

El hombre es un animal comunicativo por naturaleza. Durante siglos, ha buscado interrelacionarse y todas las civilizaciones han basado su progreso en la búsqueda de otros pueblos, tejiendo interminables telas de araña de arena, primero, piedra y asfalto, después. En este proceso comunicativo, los caminos y calzadas jugaron un papel fundamental para el desarrollo. Los romanos lo sabían muy bien, de ahí la creación de sendas comerciales como la Vía de la Plata, que atraviesa la provincia de Salamanca cual arteria de vida comercial en una zona donde jugó un importante papel durante la Edad Media y siglos posteriores. En su trayecto se apilan definidos puntos estratégicos, posiciones privilegiadas como Montemayor del Río.

Situado en la cima de un pequeño monte a escasos metros del río Cuerpo de Hombre, escondido en un verde valle de castañares junto a la frontera de Cáceres, el castillo de San Vicente, como se conoce a esta fortaleza, surge a principios del siglo XIV sobre una estructura anterior fruto de los avatares de las luchas contra los portugueses, por el oeste, castellanos, por el este, y musulmanes por el sur.

No es hasta el siglo XV cuando llega la calma, como se suele decir, después de tanta tempestad, instaurándose el Mayorazgo de Montemayor por el alférez mayor del rey, Juan Silba, noble de un linaje asentado en Toledo pero de origen portugués, quien recibió instrucciones y distinciones del monarca Juan II de Castilla. Desde entonces, esta familia transmite el castillo de generación en generación, perdiendo relevancia, lo que propicia su abandono y ya en el siglo XVII estaba deshabitado, con graves signos de deterioro. Sin embargo, recientemente ha sido restaurado y transformado en Centro de Interpretación del Medievo. Así, el castillo de Montemayor del Río recobra el esplendor que nunca debió perder.

Monleón: objeto de disputa con los Reyes Católicos

En el proceso de colonización de las tierras reconquistadas, destacan dos poblados, Miranda y Monleón, este último con un castillo que es objeto de disputa con los Reyes Católicos. Según narra en 1477 el cronista real Hernán Pérez del Pulgar, la villa estaba entonces bajo el domino de Rodrigo Maldonado, un peculiar personaje acusado de acuñar moneda falsa, una práctica que fue la última gota en colmar el vaso de múltiples denuncias y quejas de los vecinos por robo y tiranía. Al llegar a oídos de la Corte, intervino el propio rey Fernando el Católico, que se desplazó en persona a Salamanca para arrestar a Maldonado en la posada donde se hospedaba.

En el interior del castillo se hicieron fuertes e incluso reclamaron grandes recompensas y honores a cambio de su rendición. Tal era el desafío de los amotinados que incluso amenazaron con solicitar auxilio a los portugueses para declarar la guerra a Castilla.

Ante tal afrenta, los Reyes Católicos levantaron sobre un cercano cerro un patíbulo para ejecutar a Maldonado si sus más allegados no cedían. Precisamente el lugar pasó a los anales de la historia como el Teso de la Horca. Sin embargo, los familiares y amigos de Maldonado estaban dispuestos a consumar la traición a su señor a pesar de la prometida ejecución en sus narices, incluso en presencia de su propia esposa.

Miranda del Castañar: motivo de pleitos entre la nobleza

Las piedras que hoy día son entorno de remanso y tranquilidad fueron antaño motivo de bronca y convulsión. Los castillos de la provincia de Salamanca, como elementos de ostentador poder por su magnificencia, se convirtieron en constante motivo de disputa para la nobleza, sobre todo durante los siglos XV y XVI entre las incipientes familias de los Estúñiga o Zúñiga (posteriormente duques de Béjar) y los Álvarez de Toledo (duques de Alba), rivales en territorio charro en busca de lograr un mayor peso dentro de la Corte real. Si hay una fortaleza que fue objeto de pleito entre ambas ramas nobiliarias, ésa es la situada al sureste de Miranda del Castañar.

Al contrario que otras fortalezas de la provincia, ésta alberga un origen conocido y delimitado. Así reza una inconclusa inscripción en uno de los lados de la torre del homenaje, junto a un ángel que sujeta un escudo de los Zúñiga: «Esta obra mando faser el conde don Pedro Estunyga en el año de MCCCCLI e acabóse en el año de MCCCCL...». Por tanto, el inicio de las obras en su estado actual se data en 1451, ampliando una torre ya existente siglos anteriores durante la repoblación del rey Alfonso I tras reconquistar Miranda a los moros.

Desde entonces, el castillo de Miranda del Castañar ha sido mudo testigo del inexorable paso del tiempo y los avatares de la Historia, como el asesinato del alcaide de la villa a manos del tercer conde de Miranda por su oposición a los abusos y tropelías cometidos por los noble o las batallas durante la invasión francesa y la Guerra de Independencia.

San Martín del Castañar: regalo de bodas del señor de Miranda

Su situación es absolutamente privilegiada, en el extremo oeste de una localidad enclavada en un singular paraje botánico y zoológico que en un corto plazo de tiempo, probablemente antes de este verano, forme parte parte del Parque Natural de Batuecas-Sierra de Francia. Ya sea a través de San Miguel de Robledo, ya sea desde Nava de Francia, el castillo de San Martín del Castañar es visible a lo largo de casi todo el trayecto por esta carretera.

Si clara es su situación, no tanto su origen. Al parecer, surge entre los siglos XII (inicio de la construcción) y XIV(primeras reformas) al hilo del desarrollo medieval registrado por el pueblo entonces denominado sólo como San Martín. La historia de este castillo no se relaciona en sí con la Reconquista y el afán de los reinos cristianos por levantar fortalezas en diversos puntos estratégicos según avanzaba hacia el sur la frontera de sus territorios.

Más bien, permanece ligada a una historia de amor, o al menos relación matrimonial, pues fue una especie de regalo de bodas del Señor de Miranda a su hija tras casarse con un noble de San Martín, mandando construir el castillo para alojar a la pareja. De ahí que a partir de entonces, a la localidad se le añadiese el apellido Castañar y se ligara con la villa de Miranda.

Tejeda: perla de una familia de usurpadores

El campo charro está repleto de pueblos que en su día ostentaron estratégicos papeles durante el entrelazado guión de la Reconquista cristiana. Prueba de ello, los castillos y fortalezas erigidos en sus terrenos para defender la tierra recuperada. Pero, como ocurre con muchas otras fortalezas de la provincia de Salamanca, su pertenencia a manos privadas ha favorecido su declive durante siglos, cual herida sin cicatrizar que sangra día tras día.

La belleza está en el interior, recoge el acertado saber popular. Y no se equivoca con el castillo de Tejeda, perla de una familia de usurpadores capaces de poner en jaque a los monarcas de la última fase de la Edad Media y que esconde una de esas historias para contar al regazo del caluroso fuego de una chimenea. Un manuscrito de la Biblioteca Nacional de Madrid contiene varias pesquisas realizadas por Juan II entre 1433 y 1452 ante las quejas de usurpaciones a cargo de procuradores de la ciudad, siendo las de Salamanca las más insistentes, por lo que se envió a un bachiller para verificar tales acusaciones.

Entre las familias más perseguidas estuvo la de los Tejeda, dando nombre al municipio que actualmente también integra al poblado de Segoyuela. Así lo confirma una carta regia de 1450, conservada en el Archivo Municipal, que revela cómo el monarca había sido informado de que Fernando de Tejeda estaba construyendo una «casa y torre fuerte sin mi licencia», por lo que ordenó paralizar la obra, investigando además los atropellos que los vecinos aseguraban sufrir

El rey actuó entonces sin piedad, restableciendo la jurisdicción de Salamanca sobre Tejeda y ordenando derribar la horca que como símbolo de soberanía había plantado allí Fernando de Tejeda.

Tamames: el vigía centinela contra Almanzor

Durante siglos, la provincia de Salamanca fue campo de batalla entre moros y cristianos, tal y como aún se rememora en algunas zonas del Levante español. La invasión musulmana y la posterior Reconquista convirtieron a los parajes charros en zona de conflicto y, por tanto, lugar estratégico para alzar fortalezas y castillos como vigías y defensas, sobre todo en la Sierra de Francia y sus alrededores. El torreón de Tamames que jugó un papel de centinela contra las invasiones del califa Almanzor sobre el norte de España a finales del siglo X y principios del siglo XI.

El origen del castillo se sitúa entre este siglo VIII y el X, pues los relieves en los sillares del doble dintel de la puerta de entrada delatan signos prerrománicos, apareciendo un blasón con escaques que no corresponde a las armas de los Godínez, quienes recibieron el señorío de Tamames en el siglo XIII, por lo que si este noble hubiera mandado construir el castillo, hubiera colocado sus blasones, y no estos prerrománicos. Por lo tanto, don Alfonso Godínez tomó posesión de la localidad ya con la existencia de su torreón.

Tras las acciones repobladoras desarrolladas en el siglo X por el monarca leonés Ramiro II, el califa musulmán Almanzor protagonizó sucesivas incursiones militares, devastando algunas zonas de lo que hoy conocemos como la provincia de Salamanca. Fue ésta la época de mayor protagonismo del castillo de Tamames, inmiscuido como vigía centinela dentro de un constante escenario de batalla a través del campo charro.

Fortificaciones de la frontera con Portugal

La frontera entre España y Portugal siempre fue una zona estratégica. Durante siglos, los diferentes mandatarios a ambos lados de ‘La Raya’ han considerado el oeste de lo que hoy es la provincia de Salamanca como una privilegiada almena rebosante de poder, de ahí que sus castillos y fortalezas hayan sido objeto de numerosas disputas por el control de este jugoso territorio, deliciosos pasteles endulzados de litigios y rivalidad que concedieron al poniente charro un peculiar recorrido por una serpenteante senda de asedios, conquistas y posesiones.

Ciudad Rodrigo: irreductible alcázar frente a los asedios

Desde que el hombre es hombre, anhela alcanzar el poder. La Historia de España se compone por un conglomerado de convulsas épocas donde unos pocos quisieron abarcar mucho. Nobles y reyes batallaron hasta la saciedad por hacerse con el control de los concejos más fructíferos y prósperos, sobre todo en el territorio que hoy conocemos como Castilla y León. Como muestra de ese poder, los castillos se erigieron en enclaves estratégicos, dominando amplios valles y escarpadas cumbres, pero su visibilidad, que por un lado infundía respeto hacia quienes pensaran en una rebelión, también se antojaba como un acaramelado dulce que degustar.

Un ejemplo claro es el castillo de Ciudad Rodrigo, situado en la parte más alta de la vieja Miróbriga, vigilando el fluir del río Águeda y defendiendo la entrada del puente desde Portugal, de cuya frontera dista tan sólo unos 30 kilómetros. En 1142 se había conquistado definitivamente Coria, que constituía la posición andalusí más avanzada de la frontera occidental, un punto clave en el que la vía Dalmacia desembocaba en el llano tras cruzar la Sierra de Gata. Debido a su posición en la confluencia de dos calzadas cuyas funciones se vieron revitalizadas, Ciudad Rodrigo se erigió entonces como el principal baluarte frente a Portugal y el segundo y definitivo eslabón en la estructura defensiva frente a las incursiones almohades.

El carácter bélico fue su primera seña de identidad. Los combates entre castellanos y leoneses, contra los portugueses y frente a las incursiones árabes, fueron una tónica constante frente a las conspiraciones nobiliarias, turbulentas rebeliones y programadas algarabías, que pasaron factura sobre la estructura de este imponente alcázar sobre el río Águeda. Pero el rey Enrique II de Trastamara, a quien el castillo mirobrigense debe hoy su nombre, lo reconstruye en 1372. El castillo transforma entonces su función, pasando a residencia palaciega que atemoriza al pueblo.

Pero las intrigas y rebeliones no abandonan al castillo de Ciudad Rodrigo, del lado de la causa imperial durante el alzamiento de los Comuneros, o al acecho de portugueses y nobles con ansias de dominación de este enclave fronterizo. Toda una osadía para quienes planearan evitar la propia protección natural que supone el amplio foso del Águeda y  sus altos muros. Soberbia plataforma para humillar al atrevido.

La Alberguería de Argañán: resistencia numantina a la sublevación de Portugal

La Historia también se escribe con nombres en minúscula que arriesgaron sus vidas por defender sus tierras. Héroes anónimos que alzaron su voz contra el yugo de la dominación por parte de quienes siempre anhelaron el poder a cualquier precio. Pequeños pueblos fueron en su día capaces de aguantar el acecho bélico de ejércitos más poderosos y mejor preparados, cual épica resistencia numantina de un ratón frente a un dios. Para lograr tal hazaña, los castillos y fortalezas, en algunos casos inexpugnables, jugaron un papel determinante para alzar los brazos del pequeño como vencedor, ínfimos David que pudieron dominar a engreídos Goliat. En la provincia de Salamanca hay varios ejemplos reseñables como el castillo de La Alberguería de Argañán.

Por su ubicación en la frontera lusa, este castillo fue durante siglos constante objeto de contiendas bélicas, de ahí que su finalidad fuera militar, formando una línea defensiva en el oeste de los reinos de León y Castilla frente a la continua sublevación de Portugal, dentro de un convulso periodo donde las fronteras eran tan movedizas como las arenas del desierto. Pero si por algo sobresale este castillo es por su resistencia numantina frente al alzamiento de Portugal a mediados del siglo XVII.

Pero, ironías del destino, las piedras que se habían salvado durante siglos de constantes contiendas bélicas sucumbieron ante la feroz naturaleza. En febrero de 1665, un violento temporal de lluvias arruinó buena parte de las fortalezas de la Raya de Castilla y Extremadura, causando importantes destrozos en el castillo. Desde entonces, al consolidarse la frontera con Portugal y perder su importancia estratégica, esta fortaleza se convirtió progresivamente en pasto del olvido, empleándose gran parte de sus piedras en la construcción de las viviendas de la localidad, como ha sucedido en otros muchos castillos de la provincia de Salamanca.

Aldea del Obispo: baluarte militar en la frontera lusa

La Historia de Salamanca también se escribe con la sangre de aquellas personas que lucharon por defender un territorio en épocas convulsas. Desde la Edad Media hasta hace apenas dos siglos, la provincia charra fue campo de batalla, escenario de épicas confrontaciones y atril de quienes pelearon por la libertad. En esta constante estrategia militar de los monarcas castellanos y leoneses, primero, y españoles, después, los castillos y fortalezas ocuparon un lugar privilegiado. El Fuerte de la Concepción en Aldea del Obispo es un claro ejemplo de ello, baluarte militar en la frontera con Portugal.

Situado a las fueras de la localidad mirobrigense, la evolución de este fuerte es directamente proporcional a los avatares bélicos, pues surgió durante la independencia de Portugal y se destruyó años después, volvió a levantarse durante la Guerra de Sucesión, pero se dinamitó un siglo después con motivo de la Guerra de la Independencia.

Desde entonces, la fortaleza de Aldea del Obispo fue pasto del olvido, y nunca mejor dicho, porque las salas que fueron derribadas se han utilizado hasta la fecha como establos para el ganado, y el patio de armas y los alrededores como zona de pastos. Tal vez este uso ha facilitado la conservación prácticamente intacta de un armónico y simétrico perímetro cuya total dimensión sólo puede apreciarse desde el aire.

No obstante, también ha servido de cantera gratuita para los vecinos de la comarca de Argañán, un hecho que se repite en muchos castillos de la provincia de Salamanca cuando pasa su época de esplendor y sólo las ruinas son los habituales compañeros de estos testigos mudos de la historia con letras mayúsculas. Actualmente es un hotel tras un importante restauración.

San Felices de los Gallegos: posada de Reyes de España y Portugal

Fue un claro ejemplo del afán dominador que siempre albergaron reyes y nobles y, por tanto, su granítico castillo rebosa anécdotas por cada una de las miles de piedras que lo componen, más si cabe al haber sido posada de personajes de alta alcurnia que protagonizaron algunos de los pasajes más importantes en la Historia de España a partir de la repoblación iniciada en el siglo XII por el rey leonés Fernando II, otorgando a esta villa un interés defensivo ante los vecinos lusos. Un devenir que la fortuna o el destino quisieron conservar en múltiples escritos que se han sucedido época tras época, llegando a un perfecto estado de conservación para el disfrute y admiración de generaciones venideras.

Precisamente esta localidad protagoniza un episodio de su boda con Isabel de Aragón, quien pasaría a la posteridad como Santa Isabel de Portugal, al recibir su llegada para contraer nupcias con el monarca luso en Trancoso fruto de un matrimonio de conveniencia sellado con Pedro III para que su hija, de apenas 12 años, fuera la moneda de cambio que apaciguara los ánimos conquistadores de don Dionís en la codiciosa zona conocida como Riba de Coa.

Pero los designios cambiaron y la localidad retornó en el siglo XIV a manos castellanas, ocupando la atalaya fastuosos caballeros. Entre ellos destaca el conde don Sancho de Castilla, que dejaría viuda a doña Beatriz, infanta de Portugal. Encinta y apesadumbrada, quiso pasar sus últimos días en San Felices junto a su hija, Leonor de Castilla, de quien se decía que tenía cabellos como filos de oro. El castillo pasa a ser entonces una apacible y tranquila morada entre reinos, cuya parte superior se antoja como un indescriptible mirador desde donde otear los dilatados horizontes de Castilla y Portugal.

Sobradillo: la última visión de los ajusticiados

Durante siglos, los pueblos de la provincia de Salamanca han pertenecido a reyes y nobles que no dudaron en mostrarse despiadados para dominar bajo su yugo a los habitantes de villas y aldeas que buscaban un futuro mejor. La Edad Media y los primeros compases de la Edad Moderna fueron un claro ejemplo de esta cruel ostentación, ejercida desde sus fortificados pedestales. Los castillos, como símbolo de poder, albergan curiosas historias que milagrosamente sobreviven de generación en generación, como ocurre en Sobradillo.

Al contrario que otras fortalezas de la provincia, cuyos muros permanecen anónimos al paso del tiempo, el torreón de Sobradillo alberga un dato epigráfico junto a una ventana en ajimez. En un sillar granítico aparecen las armas de Alonso Rodríguez de Ledesma y Ocampo, señor de esta localidad a finales del siglo XV. Y es precisamente esta ventana de doble bordura camponada, en cuyo interior se advierten ocho lunas menguantes adosadas y cuatro torres de ajedrez, la protagonista de la historia del castillo de Sobradillo, pues desde ella se divisa el Sierro de la Horca.

Según cuenta el saber popular, hasta no hace mucho tiempo existía en dicho lugar una piedra grande y redonda con un agujero en el medio. La razón, muy sencilla. Allí se clavaba un palo para colgar a los condenados a la horca, pena que los señores imponían a sus vasallos infieles.  Y siguiendo un ritual para quienes se encomendaban  al destino del más allá, antes de la ejecución miraban hacia dicha ventana en ajimez del castillo, la más palaciega de todas, desde donde los señores daban la señal para iniciar el ahorcamiento o la absolución del reo, cual emperadores romanos administrando justicia en el circo para los gladiadores vencidos y los cristianos perseguidos por leones.

Los últimos vestigios señoriales

El poder siempre aliena al ser humano. Donde hay una persona con dominio, hay otra subyugada o a su servicio. La historia de España está repleta de ejemplos de cómo unos pocos podían controlar a muchos con apenas mostrar ínfimos signos de superioridad que atemorizaran y generaran en el prójimo un sentimiento de inferioridad difícilmente superable.

Durante la Edad Media, nobles y señores feudales manejaron a su antojo a la plebe hasta coartar sus derechos más fundamentales. Como prueba de su poder, edificaron castillos, fortalezas y torreones donde residir y demostrar des un nivel superior quién estaba por encima de quién.

Villares de Yeltes: hospedería de las tropas y escondite de secuestros

El oeste de la provincia de Salamanca siempre fue campo de batalla. Su condición fronteriza con volubles límites entre los reinos de España y Portugal propició durante finales de la Edad Media y toda la Edad Moderna que las llanuras y terrenos escarpados que se entrelazan junto a la Raya acogieran diversas contiendas bélicas. No es de extrañar, por tanto, la existencia de castillos, fortalezas y torreones a lo largo de toda la frontera desde norte a sur, utilizados por las tropas de los ejércitos contendientes en su avance y retroceso fruto de los avatares de la guerra.

Con el inicio de la repoblación en el oeste salmantino a cargo del rey Fernando II, la localidad se encuadra en el alfoz de Ledesma, por lo que inicia un período de progreso que la convierte en próspera, siendo anhelada por nobles, órdenes eclesiásticas y cabildos, a quienes rindió tributos hasta casi nuestros días. Esta codicia provocó continuas disputas sobre la delimitación de tierras entre los obispados de Salamanca y Ciudad Rodrigo, lo que motivó la intervención de la Corona, una lucha que se saldó a favor de la Catedral de la capital, que siguió percibiendo ingentes rentas de las propiedades en Villares de Yeltes.

Pero el castillo de Villares de Yeltes, como muchos otros de la provincia salmantina, alberga también una curiosa historia, protagonizada por uno de sus señores, Antón de Paz, un personaje peculiar que fue corregidor de Ciudad Rodrigo hasta 1475. Tras participar activamente en las disputas nobiliarias de los bandos en la capital charra, poco después secuestra a doña Elena de Ocampo cuando regresaba a su casa de Tamames. Según cuentan las crónicas, «ayudado por cierta gente armada, toma presa a aquélla y la lleva a su heredad de los Villares. Pecando, tal vez de exceso de imaginación, podemos ver a doña Elena recluida en el castillo de Villares».

El Cubo de Don Sancho: atípica prisión para un infante medieval mudo

Junto a la iglesia parroquial de El Cubo de Don Sancho, emplazado en el centro de una localidad a caballo entre las comarcas de Vitigudino, Campo Charro y Ciudad Rodrigo, este torreón tiene un origen desconocido. En el siglo XI, la repoblación cristiana llevada a cabo en la provincia de Salamanca con habitantes del norte otorga vida a este lugar que poco a poco fue haciéndose un hueco. Esta peculiar ubicación en tierra de nadie propició una aparente tranquilidad, por lo que no fue hasta ya casi finales del siglo XIV o principios del siglo XV cuando surge el torreón.

Según la tradición oral, en esta torre en forma de cubo estuvo preso el infante don Sancho, quien pasaría a la Historia como Sancho IV de Castilla, hijo de Alfonso X ‘El Sabio’. Al parecer, este rebelde infante apoyado en ocasiones por sus hermanos Pedro y Juan habría recibido un escarmiento con su encierro forzoso en esta torre, y de ahí que la historia se transmitiese de generación en generación hasta nuestros días.

Sin embargo, la investigación de Ramón Grande del Brío acerca de la historia de esta localidad, reflejada en un detallado libro, señala que el nombre de El Cubo ya aparece recogido en documentos del arcediano de Ledesma del año 1260. En estos escritos todavía no se menciona la coletilla ‘de Don Sancho’, por lo que este hecho, unido al estudio que data la construcción de esta fortaleza entre los siglos XIV y XV desmonta la tradición popular referente a Sancho IV, fallecido en 1295 y llamado ‘El Bravo’, apelativo que ganó como consecuencia de sus continuas disputas fraticidas por el reino de Castilla con su padre Alfonso X.

El Cubo toma su apellido siglos después procedente de otro Sancho y que parece estar relacionado con la torre medieval erigida en homenaje al que fuera uno de los primeros señores del condado de Ledesma, el infante Sancho ‘el Mudo’, fruto de las relaciones extramatrimoniales del rey Alfonso XI con doña Leonor Núñez de Guzmán y que murió en 1343 a la edad de doce años. También se habla en esta versión de un encierro forzoso de este infante, aunque lo único cierto que queda al fin y al cabo es la estrecha relación de esta construcción con la localidad a la que ha dado nombre hasta nuestros días.

Calzada de Don Diego: torreón ladrillado en tierras de realengo

El origen de esta magnífica torre de ladrillo, con ventanas y saeteras, coronada de almenas, es dudoso. A menudo se suele confundir en los escritos con el antiguo castillo de forma trapezoidal situado en el núcleo principal de población de Calzada de Don Diego, del que sólo quedan los restos de una torre junto a lo que hoy es la autovía de Castilla que va desde Salamanca hasta Ciudad Rodrigo. Pero la finca El Tejado se encuentra a varios kilómetros de la localidad, en pleno llano de lo que puede comenzar a considerarse como Campo Charro.

Pero, ¿por qué construir un castillo en una zona totalmente llana, sin aparentemente funciones militares, en terrenos de nadie cuando se estaba en plena repoblación cristiana y los grandes concejos salmantinos como Ledesma, Alba de Tormes, Béjar y Ciudad Rodrigo podían considerarse todavía como meros gérmenes? ¿Por qué edificar este torreón cuando los principales esfuerzos de la Corona se centraban en las Sierras de Francia y Béjar, estableciendo una línea de defensa contra los ataques de los musulmanes tras haberse establecido una frontera estable?

Los castillos nunca son una obra aleatoria sin motivo y su construcción se debe siempre a circunstancias políticas, económicas, sociales y geográficas. Entonces, esta zona ya tenía cierta relevancia dentro de la recaudación anual del Obispado salmantino con una cantidad de maravedíes a pagar en función de su respectivo potencial demográfico y económico, formando parte de un concejo menor que tenía como epicentro a Matilla de los Caños. Tal era la importancia otorgada a este territorio que en el siglo XV, cuando esta localidad se denomina El Texado, un término ya más cercano al actual, fue objeto de deseo de un usurpador, el caballero Gómez de Benavides, quien se hizo con los pequeños concejos de San Muñoz, Vecinos y Matilla de los Caños, engrandeciendo estos núcleos en detrimento de aldehuelas próximas que despoblaba.

Ledesma: fortaleza para ejercer el poder fiscal

Conocido popularmente con el nombre de La Fortaleza, su forma actual se erigió en el siglo XV sobre otra anterior del siglo XII que mandó construir Fernando II de León. Y es que hasta el año 1161, Ledesma no era más que una aldea que, junto con todo el término circundante, estaba integrada en el alfoz de Salamanca desde la repoblación de la capital. Sin embargo, su situación estratégica a orillas del río Tormes, con sus cuarenta metros de foso, y su fácil defensa, facilitó la llegada a esta villa de gentes venidas del norte y mozárabes del sur.

Pero lo más importante, Ledesma era el eje de la comunicación entre los territorios del norte y este del reino de León, pues se entrecruzaban seis vías pecuarias, algunas utilizadas como calzadas: la Colada de Fermoselle, el Cordel de Almeida, el Cordel de Ciudad Rodrigo, la Vereda de Asmesnal, la Vereda de Peñalvo y la Colada de Doñinos de Ledesma.

Por tanto, el castillo ejerció una importante labor fiscal, ya que se cobraba por los derechos de portazgo, es decir, una cuota establecida por atravesar el puente de la villa al formar parte de las antiguas cañadas de la Mesta. Así se recoge en el Fuero de Ledesma. El alejamiento geográfico de las batallas con los musulmanes y los portugueses otorgó una época de esplendor a Ledesma, codiciada villa perteneciente a la Corona, que la cedió en numerosas ocasiones a los nobles mediante trueques por el dominio sobre otras localidades castellanas y extremeñas, llegando finalmente a finales del siglo XV a manos de Beltrán de la Cueva, duque de Alburquerque y el favorito de Enrique IV, cuyos descendientes fueron nombrados condes de Ledesma y dieron estabilidad a la posesión del castillo hasta la disolución del régimen señorial en el siglo XIX.

Topas: refugio palaciego para los amantes

Conocido como el Castillo de Buen Amor, fue en un principio una fortaleza vigía durante la repoblación medieval, pero erróneamente se cree que la denominación se debe a los amoríos del Arzobispo de Santiago, don Alonso de Fonseca, con doña María de Ulloa. Estudios recientes han revelado que fue su homónimo don Alonso de Fonseca Quijada, primo del arzobispo y a la vez prelado de Cuenca, Ávila y Osma, el que transformó el castillo en palacio para pasar sus días con doña Teresa de las Cuevas, con quien procreó cuatro hijos.

Después de un largo periplo de trueques, el Castillo del Buen Amor inicia su andadura como refugio de la mano de su nuevo dueño. Es entonces cuando se convierte en vivienda particular tras una ardua reconstrucción con motivo de la pérdida de su función defensiva. La edificación se centra entonces en una estructura palaciega, muy común en Castilla y León desde la segunda mitad del siglo XV, cuando las fortalezas asumieron al papel de residencia de la nobleza, aglomerando intramuros todas las comodidades propias de los grandes señores, con amplias salas, bastos comedores, detalladas chimeneas y lujosas habitaciones, con reminiscencias mudéjares en la sillería, techos de madera y coloreados azulejos y relieves.

De talante recio pero elegante, sobrio pero altivo, rodeado de un pulmón verde que dota a esta fortaleza, aún más si cabe, de un peculiar espíritu evocador del pasado, haciendo que el visitante casi pueda respirar el aroma de esa intrahistoria palaciega que convive con los grandes reyes y nobles.

Cantalapiedra: castigo por el apoyo a la Beltraneja

Las intrigas palaciegas en la disputa por el poder no entienden de parentesco ni amistad. Cuántas familias nobiliarias derramaron sangre a lo largo de la Historia de España durante los siglos de la Reconquista, en pos de los tronos de Castilla, León y Aragón. Cual piezas de ajedrez, los concejos y sus respectivas fortalezas cobraron un progresivo protagonismo como bazas de ataque y repliegue en el transcurso de las efímeras contiendas fratricidas.

Las tierras de lo que hoy es la provincia de Salamanca, como zona fronteriza con Portugal y el sur de la Península durante el avance hacia posiciones árabes, estuvo repleta de castillos, fuertes y torreones, gozando cientos de años de localidades amuralladas que nada tenían que envidiar a las grandes capitales. Sin embargo, el apoyo a un bando u otro tenía su precio para el perdedor: la destrucción. Así ha ocurrido con decenas de fortalezas charras que perecieron a los avatares del destino y apenas sobreviven escasos restos.

Castilla y León no estuvieron siempre unidos. La enemistad entre ambos afectó de lleno a la provincia charra, cuya zona esta quedada literalmente partida por una frontera junto al límite natural que supone el río Tormes. Como plaza fuerte opuesta a Madrigal y Medina, la villa de Cantalapiedra ocupó en la Edad Media singular posición. Tal era su importancia concejil que tenía su propio Fuero, un código jurídico normativo que regía a los habitantes de intramuros y arrabales que vivían en esta localidad colindante a Zamora, Valladolid y Ávila. Incluso durante el siglo XIII fue Cámara Episcopal y en 1422, don Sancho de Castilla, obispo de Salamanca, trasladó hasta allí la sede episcopal, haciendo Catedral a la iglesia parroquial de Santa María del Castillo.

Fernando el Católico recuperaba Toro en 1476, mientras los caudillos de su esposa Isabel ganaban las villas y sus respectivas fortalezas de los magnates valedores de Juana la Beltraneja, entre ellas Cantalapiedra. Aunque no fue fácil para los Reyes Católicos hacerse con esta villa, pues según consta en los escritos históricos el propio monarca Fernando estuvo en Cantalapiedra varias ocasiones asediando la villa con un campamento junto a la muralla, hasta que después de dos cercos, la ganó en 1477, dándose a partido su guarnición. Fruto de esta resistencia y del apoyo a la Beltraneja, los Reyes Católicos castigaron a la villa mandando derribar su castillo y murallas, cegar las cavas y otras defensas. Desde entonces, sólo quedó en pie una maltrecha Torre del Deán como recuerdo de la imponente muralla que rodeó a Cantalapiedra durante siglos y del castillo adosado a la iglesia que centró sus dominios.

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