Domingo, once de la mañana. Las salas de urgencias pediátricas del hospital Clínico parecen más un aeropuerto cuando se retrasan vuelos. Todos los asientos ocupados, padres sentados en el suelo cansados de esperar de pie, niños llorando mientras sus padres ya no saben qué hacer con ellos y una tónica general, la paciencia a punto de terminarse. 

Una madre sale de la consulta indignada. Aireadamente explica ante los presentes que llevaba más de dos horas esperando para que después le dijeran lo que ya sabía. Se inicia entonces una conversación entre las parejas presentes, relatando cada uno su caso. Una pareja explica que es el segundo día que tienen que acudir a urgencias porque su hijo no mejora y se encuentran con el mismo colapso. Otra afirma que en su caso ya son tres los días.

Llama la atención el caso de unos padres que han acudido a las ocho de la mañana, le están haciendo pruebas a su hijo y así seguirán hasta las dos de la tarde. El resultado de esas pruebas se demora porque los trabajadores sanitarios no dan abasto. Así se lo manifiesta una doctora a un padre que se acerca hasta la puerta de la consulta para preguntar cuándo atenderán a su hijo, que lleva ya más de una hora. Otro hace lo propio y se caldea el ambiente. Crece el malestar. Entonces por los altavoces se avisa de que la espera, en esos momentos, es como mínimo de dos horas. No queda otra que tener paciencia.

 

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