Como ya se ha visto en capítulos anteriores de esta serie, el amor genera sentimientos entroncados. Su incontrolable naturaleza es protagonista de numerosos relatos capaces de traspasar la delgada línea que conduce al miedo, el odio y la desesperación. Tal es el caso del roble de la mujer en La Alberca y el castaño de buenas noches en Mogarraz. El folclore tradicional de los pueblos aglutina cientos de historias acerca de persecuciones amorosas, pero hay algunas que alcanzan el género fantástico y se convierten en fábulas transmitidas de generación en generación como muestra de un fin ejemplarizante. Un ejemplo más es el caso del castaño de la traición de Mogarraz.

Cuenta la leyenda que hace siglos había en esta localidad serrana tres familias a las que el destino terminó uniendo. Una bien acomodada, la de Pedro de la Blanca, con una hija de nombre María. Otra de jornaleros, la de José del Molino, cuyo hijo Fernando tuvo que asumir la responsabilidad de sacar adelante a sus hermanos y su madre al enviudar. Y una tercera familia, también muy acomodada, la de Pedro de la Parra, cuya mujer enviudó cuando su hijo Blas apenas tenía once años, desarrollándose entre sufrimientos, pues incluso se decía que había sobrevivido a tres accidentes mortales.

Al crecer, la joven María despertó en belleza y bondad, admirada por los zagales de Mogarraz al mismo tiempo que respetada por su generosidad hacia los demás. Fernando terminó trabajando a las órdenes del padre de ella, mientras que Blas disfrutó de las posesiones de su familia, malgastando las rentas de viñas, olivares, castañares y hasta un taller. La singular condición social de las familias de María y Blas les acercó hacia un futuro enlace, pero el joven no estaba dispuesto a ceder una porción de la libertad de la que gozaba. Fernando, que en cambio sí amaba a la doncella, no era correspondido. En el ancho corazón de la joven sólo había lugar para la caridad y el amor al prójimo en ese momento.

Blas disfrutaba de los placeres de la vida, pero nada es eterno. El dinero mucho menos. El joven desdeñó los sabios consejos de los colaboradores de su padre para entregarse a los aduladores compañeros de juerga, tan holgazanes o más que él. Y así, poco a poco, sin darse cuenta, más ebrio que cuerdo la mayor parte de las jornadas, fue dilapidando la fortuna y herencia que sus progenitores amasaran con esfuerzo durante décadas. Con el final del dinero llegó también el abandono de los etéreos amigos y Blas se encontró completamente solo de la noche a la mañana. Sin compañía. Sin nadie en quien confiar. Sin nadie con quien sonreír. Sin nadie con quien conversar. 

Cuando se han probado las mieles es difícil regresar a los mendrugos. Blas se abandonó al pillaje y el robo para seguir disponiendo de dinero y gozar de los placeres humanos. Era capaz de cualquier cosa con tal de lograr su cometido, una mente retorcida al servicio del mal. Aprovechando el bosque de castaños que había junto a Mogarraz, gran parte del cual fue un día sustento de su familia, asaltaba a transeúntes para sustraerle aquello que llevaran encima, ya fueran monedas o comida, enseres o hábitos. Todo tenía un precio. Sabedor de las costumbres de viajeros y mercaderes, aparecía de repente de entre las ramas de los árboles para aligerar el bolsillo de los ocasionales peregrinos y les amenazaba de muerte si osaban revelar la identidad de quien les había desplumado. Hasta que un día su destino cambió para siempre.

Tarde o temprano llega el fracaso. Así le ocurrió al joven Blas, quien malogró uno de sus asaltos a un grupo de penitentes que ofreció mayor resistencia de la esperada. Pero en lugar de aprender de los errores y levantarse, se sintió fracasado, por lo que decidió salir del bosque y regresar a Mogarraz para mendigar por sus calles, en busca de dinero sin esfuerzo. Una mañana de verano, sus ojos se fijaron en una joven que caminaba hacia el mercado. Era la bella María. Recordó entonces que sus padres habían en cierto modo conciliado una boda entre ambos cuando alcanzaran la juventud. Ésa era su salvación. Casarse con María le adentraría en una familia adinerada en la que poder seguir disponiendo de dinero que gastar en vicios. Así que se las ingenió para dejar atrás su harapienta apariencia y atusarse cual zagal en busca de prometida.

Blas se acercó a María para entablar conversación, pero continuaba más centrada en su labor solidaria. Sin apenas mediar palabra, le rechazó. El joven decidió entonces acudir al padre de ella para recordarle el trato nupcial que un día alcanzara con su progenitor, que no debía manchar la memoria de un fallecido y cumplir su promesa. Pero Pedro de la Blanca no estaba dispuesto a ceder a su hija, mucho menos a un rufián, por lo que olvidó el trato. Donde dije, digo. Este rechazó enfureció al joven pretendiente, que se propuso entrar en esa familia por las buenas o por las malas. Se inclinó más por las segundas.

Aprovechando la ausencia del padre de María para realizar una venta en Extremadura, Blas se propuso tomar a la fuerza a la joven. Así, Pedro de la Blanca no tendría más remedio que admitirlo y resignarse a criar a un nieto. Esperó a que María regresara a casa para abordarla, pero ella, al percatarse de su presencia, huyó despavorida hacia el bosque. La joven corría como podía entre la frondosidad de los árboles, sin apenas luz ya para orientarse. Su perseguidor renqueaba babeante en busca de la presa. La joven surcaba entre los troncos. Su perseguidor brincaba a trompicones. Un toma y daca que acabó por fatigar a la joven, que buscó un escondite para intentar despistar al acosador. Había escuchado de árboles huecos donde un día aparecieron vírgenes o donde los chiquillos solían pasar las tardes. “Si uno de estos árboles se abriera para mí”, pensó. Pero nada. Ni rastro de un milagro.

Desesperada, María se rindió al destino y dejó en manos del señor de los hilos que tejiera su futuro. Postrada sobre un frondoso y alto castaño, fue encontraba por Blas, quien, saboreando la victoria cual hambriento lobo a punto de despedazar a un cordero, se abalanzó sobre ella. Pero el silencio de la noche se transformó en fugaz estruendo. Un alarido sobresaltó a María, que de repente se encontró sola. Abrió los ojos y vio al fondo de un barranco a un defenestrado Blas, agonizando. ¿Acaso el árbol había escuchado sus plegarias y empujado a su perseguidor? Pero entonces, a escasos metros, se percató de la presencia de otro joven. Era Fernando, el ayudante de su padre. Había presenciado toda la escena y siguió al acosador hasta dar con él y arrojarlo al vacío. Así, el castaño que fuera el sustento de Blas durante niño y cómplice durante los asaltos de su juventud se había convertido en su tumba. Desde entonces, a aquel árbol se le conoce como el castaño de la traición.

 

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