Alejandro Marcos veía la vida en rosa. Para él todo era positivo. Lo mismo le daba un gañafón que una voltereta. Para él era igual la embestida humillada y corta del sobrero tercero, que la recta, agresiva y defensiva del cierraplaza. La vida en rosa veía el nuevo y sólido valor de la cantera charra. Y ahí estuvo el secreto de su éxito, en ver la vida de color de rosa y tratar como buenos a dos toretes malos. 

Apenas si había un cuarto de aforo cubierto de público, pero Alejandro Marcos se la jugó como si la plaza estuviese hasta el tejado de incondicionales. Sus dos novillos fueron deslucidos ya de salida, uno por humillado y casi tobillero y el otro por desairado y pechugón, pero él le lanzó los vuelos de su flácido capote para dibujar verónicas ganando terreno, los galleó como si fuesen boyantes y les arriesgó en quites ceñidos, ora chicuelinas, ora delantales. 

José Garrido, máxima figura de los novilleros, había clavado zapatillas, había dado el medio pecho, otorgado todo su amplio oficio para batallar con el bruto primero, un utrero de Chopera de trato áspero, con disparo violento y guardado. Hasta dos veces voló por los aires Garrido. De nada le sirvió porque su espada fue débil, todo lo contrario que su muleta.

También el más nuevo Escudero batalló, con sobresaliente actitud, con el geniudo y listo que hizo segundo, poquita cosa en apariencia y un demonio al entrar en conversación. Alberto quiso hasta negociar la paz con él, cosa imposible, y se llevó una voltereta tremenda de tío bravo frente a un marrajo.

Garrido y Escudero, muertos sus primeros, verían todo oscuro, casi negro. Darlo todo y conseguir la nada. Alejandro Marcos, mientras, seguía a lo suyo, en vida de color de rosa. Le devolvieron el suavón y noble primero y le echaron un sobrero arisco, violento en todo su quehacer. El Chopera soltaba un pechugazo y Alejandro, en respuesta, le ofrecía los vuelos de su muleta con la yema de los dedos de la mano zurda. Otro pechugazo, otra caricia. Una tarascada del Chopera y el vuelo de franela para encelar. Ese trato, entre un par de volteretas de partir cualquier cuerpo, le llevó a Alejandro a lograr tres naturales de muleta rastrera, mandona, templada y desgarrada, tres naturales que eran el toreo con mayúsculas. Y el espadazo. Caído, sí, pero cobrado con las ansias de matar o morir. La vida era rosa para Alejandro y así paseaba la primera oreja, con toda la solanera vacía y él recreándose como si una multitud le tributase el merecido homenaje.   

El extremeño, el figura, José Garrido, no se quiso conformar. Bien podía haber leído ya que la tarde era para Alejandro. Pero su amor propio, su ambición y sus torerísimas ganas de no dejar de ser el mejor le llevaron a Garrido a jugársela también con el malo, topador, bruto y renegado cuarto. Garrido dando el medio pecho y clavando manoletina y el de los Chopera soltando improperios a modo de topetazos. Una y otra vez, como si la película fuese cambiar. La voltereta tremenda. Y otra vez a la carga. Al final quedó la sensación de que había un torero amplio sin embestidas para lucir y el público le rindió una ovación de las que pesan.

Ávido de ovaciones salió ligero Alberto Escudero para lancear a un novillo distinto, mejor hecho, más bajo, más toro sin embargo, cornidelantero y con buen cuello. Lances y lances hasta perder pie y comprobar que hay fuerzas mayores que, a veces, se alían con uno: Alberto estaba en el suelo y a merced y fue con su capote, yermo justo al lado, con lo que se cebó la furia del buen quinto. Se arrebató por chicuelinas y dejó a ‘Español’ en el centro del ruedo para que el picador Currito Sánchez obrara el arte del bien picar en un espectacular puyazo. La plaza bramaba como si estuviese llena. Y hasta los medios se fue Escudero a aprovechar el alegre ir y venir de ‘Español’, lo más parecido a un buen toro de lidia de todo lo que hoy saltó al ruedo. Se atisbaba que era toro de pocos pases y muy buenos. 

Alberto los dio con ánimo, con resolución y hasta cierto desparpajo. El fuelle del toro alegre se apagó y se quedó en animal noble y vencido con el que Escudero quiso torear todo lo que ha toreado en este año de pocos festejos. Sabía que sus ganas habían puntuado para oreja. Pero él quería dos. Y se tiró a matar sin muleta, para meter la espada por el hoyo y su cuerpo entre los pitones. Salió encunado y maltrecho y solo dejó media espada. El todo o nada le salió nada a Escudero, ambicioso y arriesgado, y eso es de gente con ideas de grandeza porque la miseria ya viene sola para el que no arriesga.

Eran las ocho y diez de una tarde que ya apuntaba a noche y Alejandro Marcos seguía en su vida de rosa. Allí postrado, de rodillas y para lancear a la verónica al último, como si la novillada de los empresarios hubiese querido embestir alguno a los capotes. Este sexto, un torete hecho, tampoco lo hizo. Huido, abanto, violento y guardando furia, es como todos veían a ‘Bilbanoso’. Alejandro, por su quehacer resuelto, por sus lances, por su dejar lucir de largo la barata arrancada primera al peto, por su inicio de muleta a media altura y andando para adelante, por todo, parecía que tenía ante sí a un dije bravo y noble. La vida le parecía rosa y se ponía allí a torear como si su cuerpo fuese de goma. Tanto, que el de Chopera lo trató como a un trapo en un volteretón de espanto, capaz de enterrar a cualquiera. Alejandro volvió a la carga con su muleta en la zurda, con su corazón bombeando a buen ritmo, con el tacto intacto y con un clasicismo y una facilidad que ilusionan a una tierra que ilusionarse. Y la espada, media en buen sitio que bastó para flanquear la puerta grande que había soñado en su vida de rosa.

La vida en rosa de Alejandro, como la de Edith Piaf, en la que él vive la vida en rosa porque le ha prometido al toro que son el uno para el otro para toda la vida y, como Edith creía las promesas de su amante, el toro le ha creído.  La vida, vista de color de rosa, es mejor vida.
 

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