Crónica de la apoteosis inversa

El maestro Antonio Ferrera ha salido en hombros por la Puerta del Toro tras indultar al primer toro de la corrida de Montalvo y cortar otra oreja al cuarto, en una tarde que pasará a la historia de los éxitos y las controversias

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Es normal que el éxtasis, en las buenas corridas, llegue al final. Es como si estuviese escrito. El entusiasmo va creciendo, sube el calor, la gente se centra poco a poco, digiere y llega un momento en el que todo lo ve hermoso. Y llega el indulto del toro. Es algo que, por norma no escrita, pasa en los cuartos, quintos o sextos toros. Pero nunca en el primero. Los primeros toros padecen de una maldición, la de abrir plaza. Ha llegado Liricoso a romper ese mandato endiablado ¡Un primer toro de corrida indultado, a quién se le ocurre!




Liricoso salió despampanante de chiqueros, remató con estrépito, fue ovacionado, humilló celoso y sin salirse de los capotes, empujó en buena y solitaria vara a distancia, volvió a seguir celoso el percal del buen lidiador Ferrera y se destapó en la muleta como toro brioso, empujador, temperamental, rítmico y, finalmente, enclasado y profundo en sus embestidas por el lado izquierdo, más rectas y simples a derechas. Un toro de bandera en unas manos que supieron tocar la tecla adecuada en el momento oportuno. Así, con el personal todavía encontrando acomodo, sin centrar, un bravo escarbador decidió embestir sin descanso y a más. Antonio lo atemperó con líneas rectas y lo disfrutó en las curvas finales, a placer, en naturales muy largos y en remates de cartel. La apoteosis sin anunciar, sin preparar, sin degustar, como metida a cañón, como la cuchara al niño que no quiere comer.

Ferrera, con la faena cuajada, armó el estoque y comenzó la afición de sombra, unos dos mil, a pedir el indulto de tan buen toro, escarbador, pero celoso en seguir los vuelos por abajo, hasta el final, fijo siempre en su objetivo de la tela roja. Y Antonio siguió toreando a placer. Y volvió a montar el estoque entre la apoteosis precoz. Y el dilema. Los del sol, unos 800, mozos de hoy muchos y de hogaño, algunos, que no, como el César con el pulsar abajo. Fue entonces cuando Antonio Ferrera impartió lección y a muchos les pilló distraídos con el barullo: con el toro penca en tablas, el maestro llamó a Liricoso entre las rayas y el platillo. Allá que fue el toro, presto en busca de presa, cuando lo normal es que se hubiese acomodado en tablas, al abrigo del tablero, escarbar allí y rendirse. Pero no. Se ganó la vida. Y al César del dedo abajo, los mozos y mozas de hoy y de hogaño, les pareció una ofensa. Apoteosis nada más llegar. El indulto y nadie pidió ni una oreja para Ferrera. Lo importante era llevar la razón, los del sí y los del dedo abajo.

Se puede comparar a este Liricoso con el toro quinto, un torazo serísimo, con romana, que remató fijo en el burladero del tres, que se empleó en varas metiendo riñón y romaneando, tan puro apretó que las turmas se posaban en la arena mientras subía a pulso al caballo de picar. Toro que hizo bien según la norma escrita de lo bravo, entiéndase: tener trapío, tener remate, lucir actitud ofensiva, rematar en tablas, apretar en el caballo como se ha descrito y tener la boca cerrada durante toda lidia. Dicho así, era un toro de indulto. Sólo se le olvidó embestir alguna que otra vez a las telas de Castella, pues a los cites respondía o con un pechugazo, con un cabezazo o, simplemente, sin hacer ni mu. Fue el toro imposible de la buena corrida de Montalvo.

El toro segundo, también recibido con ovación, fue toro escarbador, ligero, informal, moviéndose con ideas de huida, pero emotivo en todo. Castella lo apretó nada más empezar, en un ladrillo, sin moverse, por aquí y por allá, por arriba y por abajo, le bajó los humos y le quitó todo el interés, alargando el trasteo con toquetazos rudos de muleta.

El tercero, bello, bajo, reunido, aplaudido de salida, tuvo verdad al seguir la muleta de Ginés Marín, tan clásico como anodido. Tal vez le pase a Ginés como al quinto toro, que hace todo bien, según los cánones, pero el alma se le ha ido de viaje en busca de otras emociones. Ya con el simplón y desclasado sexto, que brindó a S. M. El Viti, actuó de oficio.

Y si con el indultado Liricoso Ferrera estuvo muy bien, con el hermano Liricón, el cuarto, dictó cátedra. La tarde era suya, por variedad, sentido del espectáculo, de la lidia y por aplicar el don de la oportunidad. Lanceó con medio capotillo por verónica, dibujó la media de cartel, se gustó en los galleos, quitó con el capote a la espalda, respondió de rodillas a la zancadilla del toro con la muleta y, ya en pie, enamoró en los finales de trinchera, firma y desdén, dando lustre a los más sencillos redondos y naturales fundamentales. Era faena de dos, máxime cuando se remató a espadas. Pero la apoteosis, por esta vez, era a la inversa, y como que a la gente le dio vergüenza ser regalona y el premio se quedó en una sola oreja. Casquería. Ferrera, con un trofeo, se fue en volandas por la Puerta del Toro.

Así es la crónica de la apoteosis inversa, donde el cénit llegó al principio, donde lo mejor fue lo más pitado y donde el toro que lo hizo todo bien (con trapío, con remate, con actitud ofensiva, que remató en tablas, que apretó al caballo y tuvo la boca cerrada durante toda lidia y sólo se le olvidó embestir) se murió entre la lógica indiferencia. Fíjese usted, qué cosas.

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