¡Ventura!

 

¡Ventura! Entre exclamaciones, sí. Con signo de admiración, de descubrimiento, de sorpresa, de alegría y de hallazgo feliz. Nada más y nada menos que quince años le ha costado al emperador Diego Ventura llegar, ver y vencer en uno de los fortines de Pablo Hermoso de Mendoza. Quince años, que se dicen pronto. Ahora, que Ventura llegó, vio y venció. Arrasó.

 

Se abrió una grieta en la muralla que la empresa Chopera le había construido a Pablo en La Glorieta para dejar pasar a cualquier caballero menos al luso-hispano Ventura. Por allí se coló Diego, por la grieta. Y, una vez dentro, formó el gran alboroto, la tremolina. Los ocasionales vitoreaban y daban palmas con las manos rojas ya en las piruetas, en los quiebros y en los alardes. Los expertos caballistas de la charrería, codazos por lo bajini y ojos bien abiertos, porque la forma de parar no puede ser más torera, más campera y más vaquera, al primero con trancos cortos y al segundo con la emocionante carrera de la garrocha. ¡Ventura! Y la gente despertaba del letargo por entrega, unas veces, y por calidad y apreturas, otras. Ora el quiebro, ceñido, ora el galope a dos pistas, bien templado y cosido para alimentar el escaso celo que sacó la hermosa y apagada corrida de Passanha. La clase a lomos de Maletilla en banderillas. Los codazos de los sabios, la tremolina de los ocasionales corregida y aumentada cuando Diego parece volverse loco y representa la incredulidad de lo que él mismo acaba de consumar.

 

Galán, por ejemplo, puso una banderilla soberbia cuando montaba al tordo Ojeda, expresivo. Pero a su primera labor le faltó la ligazón, hilo y toro. En el otro, Vidrié no tuvo su día y fue con el perla Apolo cuando dejó el momento estelar de la tarde: frente a frente, despacio, bailando en el  passage y hacia el toro, Galán y Apolo colocaron un par a dos manos de propio de los elegidos. Antes se había puesto en chiqueros con el bayo Amuleto para esperar la salida tipo portagayola. Galán no mató certero y tampoco se dio coba paseando ni pidiendo que el personal de algarabía pidiera orejas. Por estas cosas de la vergüenza torera y los fallos al matar, se quedó sin premio el caballero afincado en Valdelosa (Salamanca).

 

Andy Cartagena fue quien abrió plaza. Conocido Andy, mil veces visto en Salamanca y parecía otro. Lo suyo solía ser el bullicio, la velocidad, el alarde, lo suyo era el caballito rampante. Pero ya no lo es, pues Andy, ahora, como que quiere evolucionar a lo que tiende el rejoneo evolucionado por Pablo Hermoso, como que Andy quiere ser más Hermoso que Cartagena. Toreó de costado, bien, bonito con el tordo Fandi y paseó la primera oreja porque le queda el resquicio ese de la vieja guardia de pedir que el público la pida. También puso palmas con Pericalvo, bello negro, en un balanceo antes de clavar raudo y de pasada a un toro cuarto demasiado mortecino antes de tiempo.

 

La tarde fue de Diego Ventura, del ansiado Ventura, que en estos pagos del Lazarillo sufría las pillerías de los despachos que le separaban de una afición que le tenía guardada tanta gloria para él que hasta pidió el rabo con insistencia. Un rabo. El presidente no lo vio tan claro, porque seguro que ha visto a Ventura mucho más fino y preciso en otras plazas, y por eso no se lo dio. Pero fueron cuatro orejas como cuatro motivos de peso que bien le sirven para entregarlas a modo de afrenta en ese despacho de lazarillos pillastres y gritarles un “gracias por enfadarlos tanto con ustedes que a mí así me quieren más. El toreo, las cosas del toreo, de los públicos, enloquecidos con un Ventura que llegó, vio y venció.

 

FICHA DEL FESTEJO

 

Plaza de Salamanca. Se lidiaron seis toros de Passanha, nobles, desfondados y a los que les faltó vida. El mejor, el sexto, aunque el primero también tuvo más son y calidad.
Andy Cartagena: oreja y vuelta tras petición.
Sergio Galán: ovación en ambos.
Diego Ventura: dos orejas y dos orejas con petición de rabo.
Entrada: más de tres cuartos, en tarde espléndida. 

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