El 'caso Holgado' y los venenos en la Salamanca del siglo XIX: entre la ciencia y el crimen
Existe constancia histórica de que entre 1830 y 1831 un boticario, de nombre Francisco Holgado, fue sospechoso de envenenar a un estudiante de la Universidad de Salamanca que terminó falleciendo a causa del tóxico suministrado
En el oscurantismo propio de las boticas del siglo XIX, entre estanterías de madera húmeda y carcomida y frascos de vidrio salpicados de polvo, coexistía una áspera e ignorada realidad: la venta legal de venenos.
El arsénico, la estricina o el cianuro, asesinos silenciosos, aguardaban bajo la tutela del boticario: una figura con la misma capacidad para salvar vidas que para arrebatarlas.
Salamanca, como no podía ser de otra manera, también fue testigo silencioso de una época en la que el arsénico, el mercurio o el opio eran fármacos legales, recetados por galenos y enseñados como remedios en las aulas universitarias.
El asunto de los venenos no era algo clandestino, sino una práctica cuidadosamente organizada y tolerada por quienes más debían temerla.
Un veneno en cada tónico
Durante buena parte del siglo XIX, compuestos como la Solución de Fowler (arsenito de potasio al 1 %) eran remedios habituales contra la sífilis, el asma o la psoriasis. En las boticas salmantinas, estos tónicos formaban parte del vademécum cotidiano.
El arsénico, por su parte, era más que habitual en los hogares durante la época y sus usos eran tan dispares como variopintos: eliminación de piojos, blanqueamiento de la piel... aunque, eso sí, ha pasado a la historia por tratarse del veneno por excelencia de las causas criminales.
De hecho, hasta la incoporación de la prueba de Marsh, en 1836, su detección en cadáveres era bastante complicada, lo que facilitaba a los criminales su uso para llevar a cabo macabros propósitos.
La citada prueba permitió dar cuenta a los profesionales de la farmacopea y la medicina de que el arsénico, más que un medicamento, era un arma de matar.
Por otro lado, y menos conocido en nuestros días, estaba el calomelano -o cloruro de mercurio-.
Este se recetaba como purgante, incluso en niños, y se le atribuían propiedades digestivas para tratar los vómitos o el estreñimiento.
Sin embargo, sus efectos secundarios -pérdida de dientes, gangrena en la piel y trastornos neurológicos- acabaron por delatarlo como un veneno de acción lenta.
Salamanca no fue ajena a estas prácticas: sus boticas contaban entre las estanterías con decenas de sustancias hoy prohibidas: opio en tintura (láudano), belladona, cianuro mercúrico...
El caso de Francisco Holgado en la Salamanca de 1830
Uno de los pocos casos documentados en los que el veneno dejó de ser sospecha teórica para convertirse en acusación penal en Salamanca ocurrió entre 1830 y 1831.
Un boticario, llamado Francisco Holgado, fue procesado por la Real Chancillería de Valladolid tras la muerte por presunto envenenamiento de un estudiante de la Universidad de Salamanca, de nombre Benito Puelles.
La víctima, al parecer, ingirió el tóxico dispendido por Holgado.
Ahora bien, a lo largo y ancho del territorio nacional hubo cruentos casos criminales en los que el veneno fue empleado como arma letal aunque, en alguna rara ocasión, el asunto no dio los resultados esperados.
En Palencia, en 1886, un hombre llamado Eusebio Martínez cocinó un guiso que condimentó, a voluntad, con fósforo. Su mujer, quien era la que debía ingerir el plato, tras dar el primer bocado, se negó a seguir comiendo dado el repugnante sabor de este. La fémina, Dorotea, se salvó, pero su marido fue condenado por intento de parricidio frustrado.
En 1952, ya a mediados del siglo XX, en la Audiencia de Valencia se juzgó a Teresa Gómez Rubio como autora del envenenamiento de tres personas -dos mujeres y un hombre-. Según recogían los medios de la época, la acusada declaró haber cometido los crímenes por miedo. Aunque, eso sí, también fue juzgado por robo durante el mismo proceso.
Seis años después, en 1958, otro caso de envenenamiento salió a la luz; en este caso, en Santiago de Compostela.
José Lagares fue detenido tras haber envenenado a su esposa un año antes, en 1957, dándole un jarabe que contenía estrecnina. El hombre declaró, reconociendo los hechos.
Se procedió, entonces, a la exhumación del cadáver para efectuar el pertinente análisis de las vísceras en busca del tóxico.
Síntomas de algunos tóxicos
Aunque la detección de un envenenamiento se puede antojar como una ardua tarea, hay ciertos síntomas que permiten iniciar las correspondientes investigaciones.
Los dientes dolorosos y móviles, por ejemplo, son signo de intoxicación de fósforo y mercurio. La salivación, por su parte, de las cantáridas o de mercurio. La expresión inmóvil de la cara de los barbitúricos o del talio, mientras que las contracciones faciales, de plomo y también, nuevamente, de mercurio.
El color del vómito también puede dar pistas. Si es negro, por ejemplo, delata la ingesta de ácido sulfúrico o ácido nítrico. Si es rosa, síntoma de sales de cobalto, y si es luminiscente en la oscuridad, que puede serlo, signo de intoxicación por fósforo.
Ahora bien, cada botica del siglo XIX era escenario de una paradoja tan absurda como curiosa: la misma mano que aliviaba, también podía condenar.
En aquel escenario el crimen, en muchas ocasiones, pasó desapercibido porque la muerte, en la mayoría de casos, solo era un efecto secundario más.
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