Los procesos contra brujas, hechiceras y alcahuetas en la Salamanca del siglo XVII
Hechizos, cataplasmas, profanaciones de tumbas...el foco de la Justicia Episcopal de Salamanca abrió, durante aquel siglo, un total de 20 procesos contra mujeres por lo que en aquella época estaban tipificados como delitos
La noche del 31 de octubre está vinculada, en el imaginario colectivo, con lo oscuro, lo sobrenatural y lo oculto.
No en vano, cuando la oscuridad se cierne sobre las catedrales y el calendario augura la noche previa al día de Todos Los Santos, un halo de misterio solo propio de esta fecha envuelve, como un fino velo, la piedra dorada de Salamanca.
Una de las figuras a las que evocan las fechas que corren son, sin duda alguna, las brujas.
Lo cierto y verdad es que hoy día, en algunos pueblos de la provincia de la capital del Tormes, el eco de las brujas, aunque débil, aún resuena.
El miedo que estas misteriosas mujeres infundían, puesto que se consideraban la representación terrenal del demonio, trata de mantenerse vivo en el acerbo popular gracias a las voces de aquellos que tuvieron la suerte, o la desgracia, de encontrarse con alguna de ellas.
Ahora bien, más allá del canon moderno de bruja o hechicera que ha llegado hasta nuestros días y que se ha distorsionado debido a la inevitable influencia del cine o la literatura, hubo un tiempo que hoy se antoja como lejano en el que las artes oscuras y mágicas practicadas por estas mujeres tejían una realidad muy diferente a la imaginable.
En la Salamanca del siglo XVII, la justicia eclesiástica no solo velaba por la fe: también se erigía como la vara que medía lo moralmente correcto.
Al filo de la sombra de sus aulas y conventos, florecía la superstición, la magia y la sospecha de brujería.
El Foco de la Justicia Episcopal de Salamanca abrió, durante aquel siglo, un total de 20 procesos contra mujeres por lo que en aquella época estaban tipificados como delitos.
De ellos, la mayoría estaban relacionados con transgresiones sexuales y morales o con la conocida como alcahuetería pero también, y esto es lo que nos ocupa, hubo casos de hechicería, curanderismo y profanación que revelan hasta qué punto la frontera entre pecado, delito y creencia era difusa.
Hechicería y alcahuetería
Cuatro de los veinte procesos judiciales eran una mezcla de acusaciones de alcahuetería y hechicería. Aquella era, a fin de cuentas, una combinación habitual en la época.
Las mujeres imputadas eran vistas como intermediarias no solo del deseo carnal, sino también de las fuerzas oscuras y ocultas.
El modus operandi descrito por los fiscales en estos casos era, habitualmente, el mismo: las acusadas eran mujeres solas, de condición humilde; costureras, parteras y criadas que usaban sus empleos como tapadera. O, al menos, eso decían.
Se las señalaba como “públicas alcahuetas” que, además de ofrecer casa y cama para los encuentros amorosos, preparaban bebedizos, cataplasmas y conjuros para atraer o someter a los hombres.
Las recetas contenían ingredientes tan inquietantes como curiosos: gato negro, sapo seco, perro cocido...
Con los mismos, se preparaban infusiones que, según las denunciantes, “volvían loco al hombre hasta rendirse a sus pies”.
Existe constancia documental de un proceso celebrado en Salamanca en el que acusó a una mujer que molió un ara consagrada (el altar de piedra donde se celebra la misa) para preparar un polvo “mágico” que debía ser vertido en la bebida de un clérigo, de nombre Juan García para que, este, cayera rendido ante sus encantos.
Otro de los casos más notorios es el que protagonizó una mujer llamada Francisca de la Trecha, jornalera de Aldeadávila de la Ribera.
Esta, fue llevada ante los tribunales por entregar unos polvos blancos a una tal María Sánchez, quien era criada.
Tal y como esta última relató, la extraña sustancia, al ser arrojada al fuego provocó “una muy gran llama”.
Es más, en otra ocasión, le hizo entrega de otros polvos, en esta ocasión rojizos, a la misma mujer para influir en los sentimientos de un amante. Nunca se llegó a determinar qué eran aquellas sustancias y mucho menos su origen y, pese a los testimonios brindados al tribunal, Francisca fue finalmente absuelta.
Otra mujer, también llamada Francisca pero de apellido Valdenebro, tuvo la mala fortuna de enfrentar una suerte diferente. Tras superar una primera querella, en la segunda se le imputó proporcionar bebedizos a mujeres para evitar embarazos y polvos destinados a hechizos sobre hombres.
Aunque, eso sí, la ejecución de conjuros o el posible vínculo con el demonio nunca pudo probarse.
El caso, dadas sus características, llegó a la Chancillería vallisoletana.
Otro expediente abierto fue el de María González, viuda salmantina, quien fue acusada de proteger a su hija empleando artes mágicas que incluían desde el sacrificio de animales hasta el empleo de la sangre menstrual de su hija para preparar brebajes.
Isabel Rodríguez: entre el remedio y la herejía
El caso de Isabel Rodríguez, curandera salmantina, muestra otro ángulo de la persecución.
Su oficio, tal y como consta, consistía en preparar brebajes medicinales y efectuaba conjuros para curar dolencias comunes.
Y aunque muchos vecinos acudían a ella en busca de ayuda, el tribunal la amonestó por “curar con palabras y bebedizos contrarios a la fe”.
Su figura encarnaba la ambigüedad del curanderismo popular, que combinaba remedios naturales con invocaciones piadosas o supersticiosas.
Lo que para el pueblo era sanación, para la Iglesia era magia ilícita. Isabel fue finalmente absuelta con advertencia, pero quedó marcada socialmente con el sambenito de “hechicera”.
Brujas de pueblo: creencias y protección
Sin embargo, fuera de los tribunales, el miedo a las brujas se palpaba en el ambiente, especialmente en el rural, y los mitos y leyendas confeccionados a su alrededor se distorsionaban a medida que pasaban de boca a boca.
En pueblos de Salamanca, como Villarino de los Aires, las ancianas encorvadas y solitarias eran percibidas como portadoras de desgracias: podían enfermar al ganado, secar cosechas o, incluso, matar a los recién nacidos con la mirada.
Para protegerse de las brujas, el pueblo recurría tanto a lo sagrado como a lo profano: tijeras abiertas bajo la almohada, piedras de altar, cabezas de ajo o agua bendita en las puertas.
En las chimeneas se colocaban los llamados “espantabrujas”, símbolos domésticos que advertían a los espíritus malignos de que la casa estaba protegida.
Es curioso mencionar, también, el asunto del vuelo de las brujas, que ha trascendido hasta nuestros días.
Durante la Edad Media, la idea de que las brujas asistían volando por la noche a reuniones conocidas como aquelarres se popularizó y tomó bastante fuerza a nivel vox populi.
Esta noción, además, fue alimentada por los tribunales inquisitoriales y los tratados de demonología, que incluían el vuelo como prueba a la hora de cerrar un pacto con el diablo.
Sin embargo, lo de que las brujas volaban en escobas pudo tener un origen mucho más terrenal y nada vinculado a tratos con el maligno.
Es probable que estas mujeres, a las que se tachaba de brujas, elaboraran ungüentos y cataplasmas con plantas como la belladona, la mandrágora o el estramonio, todas con alcaloides que provocan alucinaciones.
Puesto que estos compuestos eran tóxicos si se ingerían, se aplicaban sobre la piel o las mucosas (inclusive las vaginales) a menudo con un palo o escoba, lo que pudo dar lugar a la asociación con el “vuelo en escoba”.
El mito de la escoba se consolidó en los siglos XV y XVI, impulsado por textos como el Malleus Maleficarum y por las representaciones artísticas propias de la época.
En lo que a Salamanca respecta, y tal y como se recoge en sus archivos de la justicia episcopal, las “brujas”, “alcahuetas” y “curanderas” no son sino figuras que se encarnan como reflejos de su tiempo: mujeres que sobrevivieron en los márgenes, que mezclaron amor, religión y magia.
Con ellas, y de la mano de sus artes o creencias sean cuales fueren, la Salamanca del siglo XVII fue, y como no podía ser de otra manera, tierra de brujas.
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