El chiste fácil sería en estos momentos decir que el hombre del saco tiene algo que ver con Papá Noel, o lo que sería aún más terrorífico, la operación Malaya, Bankia, Lezo, Púnica u otras similares que nos tocan más de cerca, y que el escenario en el que se mueve está en algún paraíso fiscal perdido en medio del pacífico o tras las cortinas de la Europa más blindada. Pero focalicemos el tema llevando el epicentro hasta nuestra infancia. Recuerdo como estando en casa de mi abuela, un inmueble de considerables dimensiones, al caer la noche y asomarme levemente a la puerta que daba al patio interior, en lo alto de la escalera que llevaba hasta la azotea se desdibujaba una enorme sombra a la que por cosas de la extrañeza adulta, le asignaron el papel de hombre del saco. 

No podré olvidar jamás como en aquellos primeros años de mi vida, aquel recodo de la escalera parecía que escondía a un ser maligno que se llevaba a los niños dentro de un saco, no solo a los que se habían portado mal, sino que como en mi caso, también se atrevía con los que éramos por aquel entonces, portadores de la tranquilidad y por qué no decirlo, bondad. Con el tiempo y ya de bastante mayor, hice mis cálculos y di por hecho que no sólo no era el hombre del saco el dibujador de aquella alargada sombra sino que ésta estaba producida por los maderos de un destartalado palomar que había en la azotea. Y al crecer, me invade el espíritu buscador de respuestas, el mismo me ha llevado durante años hasta los micrófonos, la grabadora y a las páginas de este periódico. ¿Existe o existió el hombre del saco? La respuesta es un sí rotundo, y sobre su figura centraremos las siguientes líneas.

Busquemos los posibles orígenes sobre la leyenda del hombre del saco, también conocido como el viejo del saco, el hombre de la bolsa o lo que suena mucho más terrorífico, el sacamantecas. Es un personaje del folclore infantil hispánico. La iconografía del personaje lo representa como un hombre que lleva a sus espaldas, por encima de uno de sus hombros, un enorme saco en el que se dice mete a los niños que roba de sus padres o que vagan por las calles, y se los lleva hasta un lugar incierto. Las leyendas del sacamantecas son de esas que perduran en el tiempo a través de la tradición oral más rotunda. En nuestros días quizá no sean historias que se utilicen como recurso para asustar a los pequeños, incluso a buen seguro que la mayorías de los niños actuales no tienen ni idea de quién o qué es este personaje, pero durante muchas décadas del siglo XIX y XX se convirtió en motivo de pesadillas y terrores infantiles. 

Al igual que ocurre con el coco, éste es un recurso utilizado por padres y abuelos para evitar que los pequeños de la casa se porten mal o lleguen tarde, y que con las últimas luces del día, estén recogidos en casa. Uno de los puntos de partida tiene como nombre propio Manuel Blanco Romasanta, conocido como el hombre lobo gallego. Acabo con la vida de 13 personas entre mujeres y niños matándolos a sangre fría, usando sus manos y dientes para matarlos y comerse los restos. Sobre él recae uno de los posibles orígenes del sacamantecas ya que Romasanta fue conocido en toda Galicia por vender ungüentos hechos con grasa humana. Aunque en un principio fue condenado a garrote vil, acabo cumpliendo cadena perpetua. Murió de cáncer de estómago con 54 años de edad en una cárcel de Ceuta. En nuestro particular recorrido por los hombres del saco, hacemos un alto en Álava para conocer a Juan Díaz de Garayo quien entre 1870 y 1879 violó y asesinó a seis mujeres con edades comprendidas entre los 13 y 55 años. El método que utilizaba era rajar el vientre de las mujeres para sacarles las grasas que eran utilizadas por algunos enfermos de tuberculosis para supuestamente curar la enfermedad. Fue detenido y condenado a muerte por garrote vil. Murió el 11 de mayo de 1881.

Pero si hay un expediente que destaca de sobremanera y ha sido motivo de innumerables artículos y reportajes, es el que nos lleva hasta el año 1910, y a una localidad almeriense llamada Gádor. Francisco Ortega, apodado el moruno, era un enfermo de tuberculosis severo que buscaba con insistencia el remedio para curar su patología. En esta búsqueda, llegó a conocer a Agustina la bruja y a través de ella, al curandero Francisco Leona, un personaje de singular hechura y conocido por sus antecedentes delictivos quién a cambio de 3000 reales, le reveló la forma para curarse de aquel maldito padecer. Segú Leona, lo que debía hacer era beber la sangre que emanara del cuerpo de un niño y untarse el pecho con las mantecas (grasas) calientes de éste. El curandero y Julio Hernández conocido como el tonto, se presentaron como voluntarios para encontrar a un pequeño que cumpliera con el macabro fin. 

Así fue como en la tarde del 28 de junio de 1910 secuestraron a Bernardo González Parra, un pequeño de siete años de edad que se había despistado mientras jugaba con sus amigos y se había separado de ellos. Durmieron al pequeño con cloroformo, lo metieron en un saco y lo llevaron hasta el cortijo de San Patricio, una casa aislada del pueblo. Cuando allí se encontraron el enfermo y los secuestradores junto con Agustina, sacaron del saco al niño que ya estaba despierto pero aún aturdido, y le realizaron un corte en la axila para sacarle sangre. Ésta cayó en el interior de un vaso y mezclada con azúcar, Ortega se la bebió antes de que se enfriara. Seguidamente Julio Hernández el tonto, mató al pequeño golpeándole la cabeza con una enorme piedra. Abrió su vientre y le extrajo la grasa y el epiplón (fino tejido que recubre el abdomen), y lo envolvió en un pañuelo que colocó en el pecho del tuberculoso. Cuando terminó aquel ritual criminal, escondieron el cuerpo en un lugar conocido como Las Pocicas y lo taparon con hierbas y piedras.

Cuando llegó la hora de repartir los 300 reales que el moruno había pagado por aquel servicio, el curandero Leona intentó engañar a Julio el tonto. Éste se dio cuenta y fue al cuartelillo de la Guardia Civil a contarles que había visto el cuerpo de un niño muerto cuando perseguía a unas perdices. Cuando la autoridad policial llegó hasta el lugar y corrió la noticia, todo el pueblo acusó a Leona porque ya era conocido por su falta de escrúpulos y su tendencia a las extrañas prácticas sanadoras. Tras ser interrogado uno y otro, acabaron inculpándose y confesando el crimen. El curandero Francisco Leona fue condenado a garrote vil, pero acabó muriendo en la cárcel. Francisco Ortega, el enfermo de tuberculosis y Agustina la bruja fueron ejecutados. Julio el tonto por increíble que parezca, fue indultado por ser considerado demente.

La realidad casi siempre supera a la ficción, y el crimen acaecido en tierras de Almería no fue, ni es un hecho aislado. Hoy en día, metidos hasta el fondo en las entrañas del siglo XXI, se reportan innumerables noticias relacionadas con la desaparición de niños y niñas, que en algunos casos son encontrados con claras evidencias de prácticas ritualísticas de marcada tendencia pseudo sanadora. Las favelas de Sao Paulo, los ranchitos de Caracas o acercándonos hasta el continente africano en prácticamente toda su extensión, se han convertido en el foco de actuación de lo que ahora no son individuos aislados, sino auténticas mafias buscadoras de órganos humanos, especialmente de niños y niñas. La figura del cacique comprador no ha evolucionado tanto, pero si los métodos, que han sustituido el saco por una nevera portátil que viaja en reactor sobre el Atlántico portando “la vida” fruto de una muerte.

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