Siempre las hubo. Capaces de transformar la voluntad del ser humano con sus males de ojo para inmiscuirse en la vida de los demás, las brujas protagonizan muchos de los relatos transmitidos en los pueblos de generación en generación. No hay localidad donde no se haya temido alguna vez a la luz de la lumbre la llegada de estos seres asociados a la oscuridad, la vejez, las berrugas y las escobas. La provincia de Salamanca no podía ser menos. Así, nos encontramos con varias zonas donde predominan las brujas e incluso varios municipios han sido reconocidos como su hábitat, destacando Garcihernández, Cipérez y Villarino de los Aires. En el sur de la provincia también hay numerosos relatos asociados a la presencia de cuevas. Así ocurre en la zona de El Tejado.
 
Cuenta la leyenda que hubo un tiempo en que al sureste de lo que hoy es la provincia de Salamanca, en los pueblos de El Tejado, Navamorales, Puente del Congosto y Santibáñez de Béjar, de la noche a la mañana comenzaron a registrarse sucesos extraños, sin explicación aparente. Con el alba los lugareños acudían a sus labores diarias en el campo, pero al regresar se encontraban sus hogares totalmente revueltos. Colchones rajados, ollas volcadas y mesas y sillas destartaladas hicieron pensar que había un saqueador por la comarca. Después de varios días repitiéndose los destrozos, varios pastores decidieron quedarse en los pueblos para vigilar las casas. Sin embargo, a nadie vieron. La única anomalía que pudieron reseñar fueron unos remolinos de aire que los cegaron por momentos. Pero el interior de las viviendas estaba intacto. Así que satisfechos por el exitoso resultado de la vigilancia aquella jornada durmieron a pierna suelta.
 
A la mañana siguiente, todo seguía en orden. Pero al llegar a los establos para recoger el ganado, se encontraron con la mayoría de los animales tendidos en el suelo, muertos o con síntomas de haber enfermado gravemente. La alarma se extendió rápidamente por estos pueblos. Fue un zagal quien relató que, al no poder dormir, abrió la ventana para absorber la fresca noche de verano. Entonces vio cómo varios torbellinos iban volando de establo en establo. No le dio mayor importancia al creer que era una consecuencia del tiempo, pero al ver el resultado a la mañana siguiente, rápidamente ató cabos. El temor se adueñó de los lugareños. El maligno rondaba entre ellos. ¿Qué podían hacer para no sucumbir a sus malvados planes?
 
Nadie acudió al campo aquella jornada para desempeñar sus quehaceres. Los más timoratos se encerraron en casa con el rosario en la mano, rogando al altísimo que intercediera por ellos. Los más osados, en cambio, se apostaron en la puerta de sus hogares para defenderlos si fuera preciso. Así transcurrieron las horas hasta que vieron acercarse a varios remolinos de aire. El polvo que levantaban por los caminos delataban su presencia, pero de repente desaparecieron. Los pastores miraban a un lado y otro, en busca de ellos. Pero nada. Se habían esfumado. Entonces un estruendo resonó en una de las casas que estaba vacía. Fueron corriendo hasta allí, pero sólo acertaron a percibir, entre el revuelto general, una escoba y un trozo de falda trepando por la chimenea. 
 
Salieron de la casa y vieron cómo los remolinos se alejaban hacia el monte. Los lugareños se sentían impotentes ante las fuerzas del infierno. Uno de ellos se santiguó en busca de protección celestial y en ese momento el último remolino de aire se deshizo y algo cayó al suelo inerte. Al llegar al lugar no podían dar crédito a lo que veían sus ojos. ¡Era una bruja! Así, las verrugosas voladoras residían en las cuevas de los montes que rodean El Tejado, acercándose hasta los pueblos de la zona cada jornada en forma de torbellino para pasar desapercibidas. Desde entonces, cada vez que alguien percibía un remolino de aire realizaba la cruz con los dedos para acabar con esa bruja y se decidió quitar de las chimeneas los yares, las cadenas que colgaban del interior, para que no pudieran salir de una casa si solían acceder. Una costumbre que aún se mantiene en algunos hogares y entre los más ancianos del lugar. Las mujeres, haciendo la cruz bajo el mandil; los hombres, en los denominados petacones, monedas antiguas de cobre sobre las que se había golpeado previamente la señal de la cruz para ser remarcada cuando fuera preciso.

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