El amor genera sentimientos entroncados. Su incontrolable naturaleza es protagonista de numerosos relatos capaces de traspasar la delgada línea que conduce al miedo, el odio y la desesperación. El folclore tradicional de los pueblos aglutina cientos de historias acerca de persecuciones amorosas, pero hay algunas que alcanzan el género fantástico y se convierten en fábulas transmitidas de generación en generación como muestra de un fin ejemplarizante. Es el mito clásico de Apolo y Dafne, constantemente desarrollado en toda la literatura europea del Renacimiento y el Barroco, con sus ingredientes de una joven hermosa, un pretendiente locamente prendado de ella, pero que es rechazado, la persigue, ella escapa y al final se transforma en un árbol. Una imposibilidad amorosa que personifica la constante lucha entre el día y el bien que representa el amor, y la noche y el mal que representa la locura del sentimiento, demostrando que en la naturaleza siempre hay un equilibrio cuya balanza no debe trastocarse jamás. Es el caso del castaño de buenas noches de Mogarraz.

 

Cuenta la leyenda que había una vez un árabe de nombre Muhamad que entabló amistad con un bereber, Alí, en quien depositó toda su confianza para hacerse cargo de su ejército. Le había sido obediente y servicial, valeroso soldado en los fragores de la batalla, consejero amigo en la intimidad de la conversación. Alí tenía una hija, Aixa, una diosa encarnada en caoba, afable y risueña, prendada de uno de los soldados. Pero en todas relaciones siempre hay un tercero en discordia, capaz de remover las más infaustas pasiones humanos en busca de su maligno propósito. El enrevesado enamorado aprovechó la tristeza del jefe árabe Muhamad al haber perdido a su esposa favorita para proponerle que tomara en matrimonio a Aixa, al tiempo que le embaucaba para asaltar una fortaleza cristiana que escondía grandes riquezas. Así, haría que la joven no se casara con el soldado y después éste, junto con el padre de la novia y el jefe árabe, perecieran los tres en la batalla. Entonces Malik, que así se llamaba el malvado estratega, tendría vía libre para consolar a Aixa y hacerla su esposa.

 

Muhamad cayó en la trampa y propuso a Alí casarse con su hija. Pese a la oposición interior de éste, no puso reparos al enlace, obedeciendo servicialmente una vez más. Pero Aixa sólo deseaba casarse con su amado soldado. El jefe árabe dispuso todos los preparativos para la boda, que se celebraría a su regreso del asalto a la fortaleza cristiana. Todo transcurría según los planes de Malik, y a fe que fueron satisfechos, pues la contienda no era tan sencilla como la pintó y en ella fallecieron el prometido, el padre de la novia y el soldado del que estaba enamorado. Sin embargo, el perverso estratega no contó con que Aixa estaría dispuesta a cualquier cosa con tal de evitar la boda. La joven acudió hasta un hechicero, que le propuso un encantamiento. La transformaría en árbol y sólo revelaría a su padre dónde y cómo deshacer el sortilegio. Desconocedores de que Alí había perecido, la muchacha quedó para siempre entregada a la naturaleza.

 

Siglos después, un arriero de Mogarraz llamado El Mañas se dirigía a Córdoba en busca de buenos regalos con que obsequiar a su hijo en su cercano casamiento. Allí escuchó a un ciego relatar la historia de la joven Axia, quedando impactado por tan trágica historia de amor. Al regresar, paró en una venta extremeña donde conoció a un anciano que le preguntó por un singular árbol en la Sierra de Francia. Era el denominado Castaño de Buenas Noches. El Mañas confirmó su existencia, pero no supo explicar el motivo de tal nombre. Así lo había conocido desde niño, pero estaba dispuesto a averiguar el porqué.

 

A su regreso a Mogarraz, el arriero acudió a medianoche hasta el árbol. Se acercó sigilosamente y le dio las buenas noches. De repente, un potente halo de luz comenzó a brotar del interior. El Mañas cayó sobre sus posaderas, totalmente atemorizado, inmóvil, incapaz de reaccionar. El castaño se abrió de par en par, saliendo de su interior una joven a lomos de un caballo tan blanco como la mente del arriero en ese momento. Era Aixa, la bella hija del bereber. El arriero acababa de romper el encantamiento y así se lo hizo saber. Pero éste, presa del pánico, recobró el sentido y corrió despavorido hacia el pueblo, narrando lo acontecido. La huída propició que la ruptura del sortilegio no pudiera completarse. Desde entonces nadie se atrevió a acercarse al castaño, que desapareció con el tiempo.

Cuentan los más viejos del lugar que algunas noches todavía se escuchan los lamentos de la joven Aixa, cuya alma deambula entre los árboles de la Sierra esperando a que alguien vuelva a romper el hechizo.

 
 

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