En una sociedad tan célere como olvidadiza, donde la realidad virtual se impone a la experiencia adquirida, la tradición popular es en ocasiones un animal en peligro de extinción que el hombre aniquila sigilosamente sin darse cuenta de que con tan infausta acción está cercenando una parte de su propio ser. Durante generaciones, la verdadera historia de los pueblos no se escribía con ribetes en pergaminos, sino que se transmitía de boca en boca, con versos cantados o prosaicos, relatos a la luz de una buena lumbre, ésas que ya casi no se encienden en villas y aldeas donde el fantasma de la despoblación no perdona.
 
Así comenzaba el libro ‘Mitos, leyendas e historias prodigiosas de la tradición salmantina’, escrito por un servidor y publicado en octubre de 2010 por la Diputación de Salamanca a través del Instituto de las Identidades. Ya entonces aclaraba que eran todas las que estaban, pero no estaban todas las que son. Tras un periodo de recopilación de datos y testimonios, una nueva remesa de leyendas salmantinas verá la luz cada domingo en SALAMANCA24HORAS para continuar tapando esa brecha que no cicatriza y por la cual escapa la tradición oral a borbotones. Una serie que intenta alargar los lazos del folclore popular charro para que el fino hilo de seda se torne tan recio como las cadenas de hierro que celosamente guardan el pasado que nos hace comprender nuestro presente.
 
La singular orografía salmantina, con serpenteantes sierras a través de agrestes dunas de un desierto verde, propicia especiales escondrijos y recovecos. Parajes donde el tiempo se detiene al recordar épocas en que las penurias humanas agudizaban el ingenio. Lugares, por tanto, aptos para guardar con celo las preciadas posesiones. Así los relatos fantásticos donde cuevas y tesoros son elementos indisociables. Y los lugareños, embelesados por la llamada del heroico destino, tentaron a la fortuna en busca de prosperar en la tierra con aquello que otros no pudieron llevarse hasta el cielo. Porque no es sabio quien conoce donde se encuentra un tesoro, sino quien trabaja y lo extrae. Así ocurre con las monedas visigodas de Abusejo.
 
Cuenta la leyenda que el último rey godo, don Rodrigo, no murió en la batalla de Guadalete, sino en Segoyuela de los Cornejos. Tras haber recuperado sus más valiosas pertenencias en Toledo, se dirigió con sus más leales hombres hacia el norte. Allí recuperarían fuerzas que acometer una embestida contra el invasor, evitando su avance por la Península Ibérica. 
 
La carga era pesada, más para las conciencias humanas que para los propios brazos de sus caballeros. Cada uno portaba parte de la herencia acumulada por el monarca de sus antecesores. Reyes y nobles visigodos que fueron acrecentando un patrimonio capaz de comprar el mayor ejército que jamás hubiera pisado el viejo continente. Pero ninguno osó adueñarse de posesiones ajenas. Tal era el fervor hacia su rey el que profesaban.
 
Al cruzar el río Tajo, errática comitiva desembocó en la Sierra charra. El ánimo fue decayendo a cada metro, clavándose en el orgullo de valientes guerrero a cada paso, pero la voluntad permanecía inquebrantable. Estaban seguros de que, recuperadas las fuerzas, regresarían a la batalla para reparar la afrenta contra el invasor árabe. Sin embargo, subestimaron la ruindad del ser humano, en ocasiones cegado por la avaricia y la envidia. Así, una nueva batalla les sorprendió al acercarse a Segoyuela de los Cornejos.
 
Don Rodrigo sabía que perecería en aquellas tierras. Las últimas fuerzas hacía tiempo que se habían marchado en el carro alado del dios Eolo, mientras los ejércitos de Hades le aguardaban para cobrar todas sus deudas pendientes. La noche antes de la batalla, el rey godo ordenó a varios de sus hombres que flanqueasen las líneas enemigas para escapar hacia el norte con gran parte del tesoro. Una vez escaparan de los contendientes, lo enterrarían para avanzar con mayor rapidez y, ya a salvo, recompondrían su maltrecho ejército con despiadados mercenarios para regresar a la batalla en su memoria.
 
Y así lo hicieron. El diablo de la tentación azuzó la duda, pero la inquebrantable voluntad de los caballeros de don Rodrigo no sucumbió a los deseos de adueñarse cada de su parte del tesoro para escapar hacia nuevos horizontes. Bajo los alrededores de Abusejo quedaron enterrados unos baúles cuyos propietarios jamás regresarían para recuperarlos. Hasta que en el año 1932  salió a la luz un centenar de monedas que guardaba una vasija de barro, piezas desde el reinado de Recaredo a finales del siglo VI hasta Witiza, antecesor de don Rodrigo. Según aseguran los más viejos del lugar, es tan sólo una ínfima parte del tesoro que fue enterrado. Si se extrajera en su totalidad, seria capaz de cegar al mismísimo sol.

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