Como ya hemos visto en esta serie dominical, hay lugares donde una vez al año el fervor popular se aglutina en un singular foco de espiritualidad. Las romerías se convierten así en epicentros de la devoción humana por inexplicables sentimientos que trascienden lo racional, en un impulso interior capaz de vencer cualquier adversidad con una ínfima pizca de voluntad. Concentraciones cuyo origen se remonta al misterioso o milagroso hallazgo de la talla de una virgen o un cristo al que venerar. En ocasiones, el relato entronca con personajes también legendarios, sobre todo en la Sierra de Francia, lugar de magia y encantamientos, un paraje donde la tradición y el misticismo se entremezclan con la historia en torno a la figura del último rey godo, don Rodrigo. A tan singular personaje se asocian numerosos relatos, el más famoso el de la reina Quilama y su tesoro, pero también la pervivencia de su espada bajo el lago de Tamames o la mesa en que celebró su última cena, oculta bajo el castillo de Tejeda. La imagen que portaban sus huestes en combate es la Virgen de Majadas Viejas de La Alberca.

Cuenta la leyenda que el último rey visigodo, derrotado y herido de muerte tras la batalla de Guadalete en el año 711, reculó con todos sus ejércitos y pertenencias hacia lo que hoy es el sur de la provincia de Salamanca, entre las Sierras de Francia y Quilamas. Don Rodrigo fingió su muerte para escapar, reclutar más soldados y configurar un ejército con el que poder iniciar la reconquista de la Península Ibérica. Pero no previó el rápido avance de las tropas musulmanas hacia el norte y fue sorprendido con ínfimos efectivos para el combate. Cuando los invasores se encontraban a escasas leguas, el rey godo decidió encomendar su destino al más allá no sin antes esconder todos sus tesoros para que los moros, en caso de victoria, no pudieran disfrutar de ellos. Entre las más preciadas posesiones se encontraba la imagen de una virgen, que siempre le había acompañado en el fragor de la lucha. Para que no cayera en manos sarracenas, Don Rodrigo ordenó a sus lugartenientes de mayor confianza que la escondieran. Así lo hicieron mientras su rey fallecía en la batalla de Segoyuela.

 

El velo del tiempo fue erosionando cualquier recuerdo de aquellos aciagos días y la historia se convirtió en mito. Si las piedras hablasen no habría papel en el mundo para contener toda su sabiduría. Lo que hoy parecen simples rocas entre valles y montes, antaño llegaron a ser el epicentro de singulares sociedades cuya existencia miraba más hacia los cielos que a la tierra que los sostenía. Una fuerte corriente de ascetismo invadió la comarca. Individuos asiduos a la soledad en lugares recónditos y de difícil acceso. En La Alberca se encontraba el ermitaño Froilán Porqueiro, natural del cercano pueblo de Monforte. Como cada mañana, tras las correspondientes oraciones, salió de su reclusión para recorrer la zona y respirar el fresco aire de la Sierra. Ignoraba que aquellos serían sus últimos pasos de enclaustramiento, pues de repente le llamó la atención un reflejo en unas peñas a lo lejos. La curiosidad le obligó a avanzar más allá de sus dominios. Al llegar, no podía creer lo que estaba viendo. Era la talla de una virgen.

 

El ermitaño tomó en brazos la imagen y corrió despavorido hacia La Alberca. Tales eran sus alaridos que se escuchaban desde media legua de distancia. Los primeros lugareños que lo percibieron a lo lejos no daban crédito. ¿El ermitaño bajando al pueblo?, se extrañaron. Y pensaron que tal acto sólo podía responder a que la soledad había terminado de corromper su mente y se mostraba complemente enajenado. Por este motivo, como medida de precaución, se pusieron en guardia. Craso error. El ermitaño se mostraba más lúcido si cabe que antes de recluirse en la montaña y relató a los albercanos su hallazgo. La noticia se expandió como la pólvora y una multitud enfervorizada acudió hasta las peñas. Era el lugar donde habitualmente los pastores levantaban sus cabañas y llevaban al rebaño. Por este motivo, decidieron llamarla Virgen de Majadas Viejas y construir allí una ermita para adorarla hasta la eternidad.

 

Desde entonces, cada Domingo de Pentecostés, los lugareños acuden en romería hasta allí para rememorar el descubrimiento de  Froilán Porqueiro. La jornada se inicia con una misa a la que sigue al mediodía la danza de los niños ante la Virgen. El fervor religioso deja entonces paso a la tradición popular para degustar un abundante banquete con productos típicos de la comarca en compañía de familiares y amigos. Por la tarde se reza el rosario y se porta en procesión a la Virgen hasta las peñas donde apareció. Allí se representa el auto sacramental de La Loa, cerrando la jornada con una merienda entre todos los asistentes y en ocasiones una capea con vaquillas.

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