Los fraudulentos futurólogos de hoy eran los zahoríes de ayer en la búsqueda de tesoros, eso sí, previo pago. También llamados radioestesistas o buscadores de agua, eran personas que aseguraban detectar lo oculto o enterrado, no sólo el líquido elemento, sino también metales y objetos perdidos. Todo ello a través del continuo movimiento, supuestamente espontáneo, de dispositivos sostenidos por sus manos. En general, hacían uso habitualmente de una horquilla de árbol, preferentemente de avellano o sauce, pero también de un péndulo. Debían sostenerse con las dos manos hasta que su movimiento indicara la presencia buscada. Esta pseudociencia provocaba curiosas situaciones que con el tiempo derivaron en mitos transmitidos por vía oral.

Cuenta la leyenda que una vez llegó un forastero hasta lo que hoy es el término municipal de Zamarra, junto a la Sierra de Gata, con un viejo pergamino. Había escuchado hablar de un antiguo asentamiento, el castro de Lerilla, donde se escondía un tesoro que antiguas civilizaciones no pudieron llevarse a la otra vida. El pergamino contenía un mapa, pero era indescifrable. Al menos a los ojos de un desconocedor de la zona. Por eso preguntó por el más avezado rastreador y prometió pagar con una suculenta bolsa repleta de monedas a quien le ayudara en tan ardua empresa.

La noticia se expandió de boca en boca cual brisa arrastrada por el dio Eolo. Esa misma tarde en la taberna se daba cita medio centenar de pastores para mostrar sus conocimientos acerca de los parajes que los rodeaban. Sin embargo, de entre todos al forastero le llamó la atención un viejo harapiento con un extraño palo en forma de y. Jugaba con el madero como si no le importase lo que acontecía a su alrededor. El buscador del tesoro se acercó hasta él. Y el zahorí, levantando la mirada con parsimonia, habló poco pero rotunda: “Yo soy el único que puede ayudarte a encontrar lo que buscas”. Convencido por la firmeza de sus palabras, el forastero decidió contratar los servicios del harapiento.

Al alba, partieron hacia las riberas del Águeda pergamino en mano. El mapa indicaba que debían dirigirse hacia la desembocadura del arroyo Badillo sobre el río. Una vez allí, el zahorí prescindió del manuscrito, sacó su palo y comenzó el ritual. Vociferando ininteligibles fórmulas entre desacompasados aspavientos, fue avanzando sobre el terreno. De repente brincaba y corría despavorido. De repente se detenía, oscilando. Hasta que, sosteniendo con firmeza el palo, indicó un lugar. Era un antiguo castro, cuyos vestigios aún se mantenían en pie. Allí se encontraba el tesoro. Así que raudo, sin pensar en nada más, el forastero se aventuró a cavar. Confiaba ciegamente en la palabra del harapiento. Cavó, cavó y cavó. Pero la cantidad de tierra esparcida fue indirectamente proporcional  al éxito logrado. Así continuó  durante varias horas. El tiempo pasaba y no había rastro alguno del tesoro. 

Fatigado, el forastero decidió salir a la superficie para refrigerarse. El agujero era profundo, por lo que requirió la ayuda del zahorí. Pero su solicitud de auxilio no halló respuesta. Insistió en el llamamiento, pero el resultado fue el mismo. Nada. Sacando las pocas fuerzas que aún le quedaban, el buscador del tesoro logró salir del hoyo. Tras recuperar el resuello, no pudo dar crédito a lo que veía. El zahorí ya no estaba. Todas las pertenencias y el dinero del forastero, tampoco. Y entendió que había sido engañado, que todo era una burda representación para ser estafado y robado. Desengañado por lo acontecido, arrojó al pozo el pergamino que le condujo hasta allí y regresó por donde había venido, sin que jamás se volviera a saber de su existencia. Sin embargo, hay quienes aseguran que el mapa era correcto y el tesoro aún aguarda bajo el castro de Lerilla a ser algún día encontrado.

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