Del fuego al juzgado: penas y casos de la piromanía en Salamanca

En España, nueve de cada diez incendios no son obra del azar ni de la naturaleza, sino del hombre. Así lo confirman los informes del Ministerio para la Transición Ecológica: más de la mitad se prenden de forma intencionada

Incendio. Foto de archivo
Incendio. Foto de archivo

Hay imágenes que, por su crudeza, estremecen.

Castilla y León arde. Y España, también.

Las últimas semanas han dejado, y por desgracia siguen dejando, escenas que se incrustarán durante años en la memoria colectiva: lenguas rojas que tiñen de escarlata la luna, columnas de humo que oscurecen el cielo y miradas exhaustas que observan y aguardan, con desesperación, sabiendo que todo cuanto han construido a lo largo de toda una vida puede quedar reducido a cenizas en cuestión de minutos.

En redes sociales, las fotografías y los vídeos ilustran a una sociedad que poco ha tardado en ser consciente de la magnitud de lo que está ocurriendo: bomberos con el rostro tiznado, brigadas forestales que se abren camino entre el humo y voluntarios que, como buenamente pueden y poniendo en riesgo su vida, intentan salvar todo aquello que pueden.

No es solo la lucha contra el fuego, es la lucha contra el desaliento, contra la desesperación y la impotencia.

Sin embargo, la realidad es aún más áspera si cabe: en España, nueve de cada diez incendios no son obra del azar ni de la naturaleza, sino del hombre.

Así lo confirman los informes del Ministerio para la Transición Ecológica: más de la mitad se prenden de forma intencionada, y otra cuarta parte nace de una negligencia o de un descuido que termina por convertirse en catástrofe.

En Castilla y León, como en el resto del país, esta verdad sacude y golpea doblemente: primero, cuando el fuego devora el bosque, la cosecha y las casas; después, cuando se sabe que el culpable no siempre es un rayo caído del cielo, sino una mano humana , con o sin voluntad de destruir, que prendió la mecha.

El pasado 14 de agosto, este medio informaba de la detención, efectuada por el SEPRONA de la Comandancia de la Guardia Civil de Ávila, de un varón como presunto autor de un delito de incendio forestal intencionado que arrasó un total de 2.200 hectáreas en los términos municipales de Cuevas del Valle, Mombeltrán y El Arenal, en Ávila.

Lo cierto y verdad es que nunca se ha vivido un verano como el que corre, con tal cantidad de incedios activos y de semejante peligrosidad. Ahora bien, ¿cuáles son las consecuencias penales de provocar -intencionadamente o accidentalmente- un fuego?

Consecuencias penales

En España, encender una llama de forma intencionada está duramente castigado.

Nuestro Código Penal considera el incendio un delito grave, y las penas varían en función de dónde se produzca, a quién ponga en riesgo y cuáles sean las consecuencias.

Aquel fuego que pone en peligro vidas humanas, ya sea en un bosque, en un edificio o en cualquier otro entorno, el responsable puede enfrentarse a penas de 10 a 20 años de prisión, además de una multa económica.

Ahora bien, cuando el incendio es forestal pero no supone un riesgo para las personas, la condena se reduce: entre 1 y 5 años de cárcel más, por supesto, multa.

El Código Penal endurece la respuesta si se trata de un fuego de especial gravedad: es decir, si afecta a una gran extensión, a un espacio protegido, provoca un daño ambiental considerable o tiene una motivación económica. Aquí, la pena puede ir de 3 a 6 años de prisión y multa.

En los casos en que se prende fuego pero este no llega a propagarse, la condena es menor, aunque no nula: de 6 meses a 1 año de prisión.

Asimismo el incendio que se produce en una zona no forestal, pero con impacto ambiental, la pena oscila entre 6 meses y 2 años y, evidentemente, multa. Incluso quemar algo propio puede ser delito si se hace con intención fraudulenta, por ejemplo, para cobrar un seguro. En este supuesto, la ley prevé penas de 1 a 4 años de prisión.

Sin embargo, cabe recordar que la piromanía diagnosticada se trata de una eximente de pena que puede ser bien completa o, en su defecto, incompleta.

Cabe recordar que la piromanía se considera un trastorno del control de impulsos. Al tratarse de un trastorno de control de impulsos, lo predominante es la compulsión; el individuo pirómano siente un impulso ingobernable de prender fuego y no hay nada capaz de detenerlo, la racionalidad o el temor a la ley no tiene la suficiente fuerza para inhibir ese impulso.

El caso del pirómano de Vitigudino

El calor de julio atizaba con fuerza Vitigudino.

El reloj marcaba las cuatro de la tarde de aquel 10 de julio de 2015. La plaza, vacía.

Dos camiones permanecían aparcados bajo la mirada indiferente de las pocas sombras que quedaban. Entre ellas, la de Remigio, un hombre con un akto nivel de discapacidad intelectual y un diagnóstico médico claro: piromanía.

Contaba, además, con antecedentes penales y vivía en una vivienda semi-tutelada, sin trabajo y dependiendo de una pensión.

Aquella tarde, algo en su interior se encendió antes que el mechero que llevaba en su bolsillo. Tras cerciorarse de que no había transeúnte alguno en las inmediaciones, se acercó a uno de los camiones, a cuya carga de pacas de alfalfa y prendió fuego.

Como cabía esperar, la alfalfa, seca, ardió en cuestión de segundos. Las llamas devoraron la carga con fiereza, afectando al resto del vehículo y ennegrecieron el cielo de un Vitigudino en el que el calor abrasaba hasta la piedra.

Una vez creado el infierno Remigio se marchó, pero no lejos. Cuando los bomberos y los vecinos ya rodeaban el incendio, volvió. Se mezcló entre la gente, miró el desastre… y ahí, la Guardia Civil lo marcó como sospechoso.

Minutos después, la benemérita le esposó y le llevó al cuartel, donde Remigio terminó confesando. No conocía al dueño del camión y no había venganza, solo un impulso repentino que no supo ni controlar ni frenar.

El camión, como consecuencia y de forma más que previsible, quedó reducido a chatarra y totalmente inservible.

Las pérdidas de Martín, el propietario del camión, superaron los 77.000 euros entre el valor del vehículo, la carga y los contratos perdidos. El fuego alcanzó también una vivienda deshabitada, tres pajares y parte de la vía pública, sumando más de 8.000 euros en daños adicionales.

Ni siquiera los 500 euros en billetes que Nazario, hijo del propietario y conductor habitual, había dejado en la cabina sobrevivieron a las llamas.

La sentencia fue clara: dos años de prisión, multa de 12 meses a razón de 4 euros diarios, e indemnizaciones para todos los afectados.

Un pirómano de 13 años

Más de treinta años antes, en agosto de 1981, comenzó a hablarse en Béjar de la presencia de un pirómano entre sus vecinos.

El sospechoso no era un hombre con una ristra de antecedentes penales ni un joven problemático. Tenía 13 años.

F.B.S., puesto que así lo identificó la prensa, llevaba semanas provocando incendios forestales. Pero había un patrón extraño: después de encenderlos, llamaba a los bomberos para indicarles el lugar exacto en el que se había declarado el fuego.

Tal y como se supo a posteriori, no lo hacía para despistarlos ni por remordimiento. Lo hacía guiado por un impulso.

Su sueño, confesaría después en comisaría, era ser uno de ellos.

En su mente infantil, el fuego era el prólogo de un espectáculo heroico y de poder. Pero para los vecinos y para el monte, aquello era el preámbulo del horror.

Remigio en Vitigudino y F.B.S. en Béjar compartían algo más que el fuego: la incapacidad de frenar un impulso. Uno, adulto y con antecedentes; otro, menor y con una fantasía peligrosa. En ambos casos, el fuego no fue una herramienta de venganza ni de beneficio, sino un fin en sí mismo.

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