Que si antaño los toreros no se besaban, que si estos de ahora se dan palmaditas en las nalgas, que si ya no muerden los toreros como lo hacían antes. Milongas, oiga usted. Que en una tarde de perros, con frío, lluvia y rachas huracanadas, tres figuras del toreo han expuesto su vida por y para rivalizar entre ellos, primero, y, en consecuencia, para engrandecer una vez más el noble arte de la Tauromaquia. Triunfo para Castella y Juli y un cornalón de caballo para Miguel Ángel Perera.

¿A quién se le ocurre recibir un toro por verónicas de rodillas? ¿A quién, máxime en una tarde huracanada como esta? Mire usted, a un torero se le ocurre. Porque un torero es un ser que es capaz de bailar donde conviene estar parado, porque un torero, una figurita del toreo multimillonaria es capaz de jugarse la vida al rebasar todas las líneas rojas que delimitan lo cabal de lo impensable, de lo imposible. Un torero es capaz de exponer su vida como lo hizo Perera, allí él su orgullo torero y sus pelés, de rodillas al recibo y por verónicas. Quién da más... Y al tercer lance, el toro empitonó a Perera para lanzarlo al callejón, hundiendo el cuerno en el vientre de un derrote brutal, cual muñeco de trapo.

Así es el toreo, su grandeza. La grandeza de los toreros. Era el toro tercero y, por si alguno especulaba con aquello de que los toreros salieron a cobrar, con aquello de que si no qué otra cosa van a hacer con este viento y este frío. Delimitar sus mandos, competir, marcar sus territorios, oiga usted. Competir tanto y con tanto afán como para atropellar la razón. Qué grandeza la de Perera, pudiendo pasar la tarde de puntillas. Y qué grandeza la de Castella y la de Juli también.

Ese Castella en racha, con la puerta grande del día anterior... Tirar cuarenta líneas, hacer ademán de imposible, dejar la muleta volar y comprar así la excusa que cualquier humano otorga en estas circunstancias. Pero no. Castella, con viento y con frío, también quiere ganar. Por eso le buscó las vueltas al segundo, amarrado con la tela entre las piernas, con su toque aguerrido, esperando que le llegase la humilladora pero arrítmica embestida del segundo de corrida. Por eso le buscó las vueltas al espeso último, el que le había dejado Perera, aún sabedor de que ya había paseado las dos orejas del notable cuarto y nadie más le podía ganar.

Que no hay competencia, dicen... Ese Castella, que pasa frío como usted, que podría estar inapetente como usted, que también tiene sofá y mantita, como tiene usted, solo pensaba en dejársela muerta en el morro a Loquito, que fue toro de clase, profundo, humillador y bien templado. Ni el viento ni nada le hacía perder esa idea. Hasta que lo logró y en algún pasaje de milagrosa excelencia.

Que no hay competencia, dicen los que siempre dicen que cualquier tiempo pasado fue mejor. Pues si no hay competencia ¿qué pinta uno como El Juli, multirrico, pitado ante el imposible primero, arrastrándole más de media muleta al toro que dos minutos antes había partido por la mitad al compañero, al amigo y, también, al rival Perera? Dominar al toro cuando la muleta parece una servilleta de papel sería una utopía para cualquier mortal. Para un torero es, sin embargo, un reto. Y para consumarlo, dos armas: el valor y arrastrar la tela por el suelo para usarlo como apoyo. El premio se esfumó a espadas.

La oreja se la cortó Juli a otro de los toros buenos del variado lote de Garcigrande y Domingo Hernández. Toro noble, humillador, de notable condición y que mediado el trasteo se desfondó para irse a menos cuando Juli ansiaba que fuese a más.

Así son los toreros. Así son las figuras del toreo. Capaces de triunfar o de bailar con la misma muerte, literalmente, cuando los demás pedimos chocolate caliente. Que no hay competencia, dicen. Gloria a la rivalidad torera en tarde de tragedia.    

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